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Sobre la especificidad del hecho femenino

Fragmento de “La liberación de la mujer: una exigencia de futuro” de Thomas Sankara, discurso pronunciado el 8 de marzo de 1987.

“Un hombre, por oprimido que esté, siempre encuentra a alguien a quien oprimir: su mujer”.

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Porque la explotación asemeja a la mujer con el hombre.

Pero esta semejanza en la explotación social de los hombres y las mujeres, que vincula la suerte de ambos en la historia, no debe hacernos perder de vista el hecho específico de la condición femenina. La condición de la mujer rebasa las entidades económicas y confiere un carácter singular a la opresión que sufre. Esta singularidad impide establecer equivalencias que nos llevarían a simplificaciones fáciles e infantiles. En la explotación, la mujer y el obrero están reducidos al silencio. Pero en el sistema capitalista, la mujer del obrero debe guardar silencio ante su marido obrero. En otras palabras, a la explotación de clase que tienen ambos en común viene a sumarse, para las mujeres, una relación singular con el hombre, una relación de enfrentamiento y agresión que se escuda en las diferencias físicas para imponerse.

Debemos admitir que la asimetría entre los sexos es lo que caracteriza a la sociedad humana, y que esta asimetría define una relación que nos impiden ver a la mujer, aun en el ámbito de la producción económica, como una simple trabajadora. Una relación preferente y peligrosa, merced a la cual la cuestión de la mujer siempre se plantea como un problema.

El hombre, por tanto, se escuda en la complejidad de esta relación para sembrar la confusión entre las mujeres y sacar partido de todas las artimañas de la explotación de clase para mantener su dominio sobre las mujeres. De un modo similar, en otras ocasiones, unos hombres dominaron a otros porque consiguieron imponer la idea de que en virtud de la estirpe, la cuna, el «derecho divino», unos hombres eran superiores a otros. Es el dominio feudal. Del mismo modo, en otras ocasiones, otros hombres consiguieron someter pueblos enteros porque el origen y la explicación del color de su piel les dieron una justificación supuestamente «científica» para dominar a quienes tenían la desgracia de ser de otro color. Es el dominio colonial. Es el apartheid.

No podemos pasar por alto esta situación de las mujeres, porque es la que lleva a las mejores de ellas a hablar de guerra de sexos, cuando se trata de una guerra de clanes y de clases en la que debemos pelear juntos y complementarnos. Pero hay que admitir que es la actitud de los hombres lo que propicia la alteración de los significados y con ello fomenta todos los excesos semánticos del feminismo, algunos de los cuales no han sido inútiles en el combate de hombres y mujeres contra la opresión. Un combate que podemos ganar, que vamos a ganar si recuperamos la complementariedad, si sabemos que somos necesarios y complementarios, si sabemos, en definitiva, que estamos condenados a la complementariedad.

Por ahora, hemos de reconocer que el comportamiento masculino, tan cargado de vanidad, irresponsabilidad, arrogancia y violencia de todo tipo para con la mujer, es incompatible con una acción coordinada contra la opresión de esta. Y qué decir de esas actitudes que denotan estupidez, pues no son más que desahogos de machos oprimidos que, con el trato brutal a su mujer, pretenden recuperar por su cuenta una humanidad que el sistema de explotación les niega.

La estupidez masculina se llama sexismo o machismo, formas de indigencia intelectual y moral, incluso de impotencia física más o menos declarada, que muchas veces hace que las mujeres políticamente conscientes consideren necesario luchar en dos frentes.

Para luchar y vencer, las mujeres deben identificarse con las clases sociales oprimidas: los obreros, los campesinos…

Un hombre, por oprimido que esté, siempre encuentra a alguien a quien oprimir: su mujer. Esa es la terrible realidad. Cuando hablamos del infame sistema del apartheid nuestro pensamiento y nuestra emoción se dirigen a los negros explotados y oprimidos. Pero nos olvidamos, lamentablemente, de la mujer negra que soporta a su hombre, ese hombre que, provisto de su passbook (salvoconducto), se permite unas correrías culpables antes de volver con la compañera que le espera dignamente, con su sufrimiento y su pobreza.

Pensemos también en la mujer blanca de África del Sur, aristócrata, seguramente rodeada de bienes materiales, pero por desgracia máquina de placer de esos hombres blancos lúbricos que para olvidar sus fechorías contra los negros se entregan a un desenfreno desordenado y perverso de relaciones sexuales bestiales.

Tampoco faltan ejemplos de hombres progresistas que viven alegremente en adulterio, pero serían capaces de matar a su mujer por una simple sospecha de infidelidad. ¡Entre nosotros abundan esta clase de hombres, que van a buscar un supuesto consuelo en brazos de prostitutas y cortesanas de todo tipo! Por no hablar de los maridos irresponsables, cuyos sueldos sirven para mantener queridas y engrosar sus deudas en el bar. Y qué decir de esos hombrecillos, también progresistas, que se congregan en un ambiente lascivo para hablar de mujeres de las que han abusado. Creen que así se miden con sus semejantes o que les humillan cuando andan detrás de las mujeres casadas.

En realidad solo son unos jovenzuelos lamentables de los que no valdría la pena hablar si no fuera porque su comportamiento delincuente pone en cuestión la virtud y la moral de mujeres de gran valor que habrían sido sumamente útiles a nuestra revolución.

Luego están todos esos militantes más o menos revolucionarios, mucho menos revolucionarios que más, que no permiten que sus mujeres militen o sólo se lo permiten de día, pero golpean a sus mujeres porque han salido a reuniones o manifestaciones nocturnas. ¡Ay de los desconfiados y celosos! ¡Qué pobreza de espíritu, qué compromiso tan limitado, tan condicionado! Porque vamos a ver: ¿una mujer despechada y decidida sólo puede engañar a su marido por la noche? ¿Y qué clase de compromiso es ese, que pretende que la militancia se suspenda al caer la noche y no recupere su valor y sus exigencias hasta que no sale el sol?

¿Y qué pensar, por último, de esas palabras sobre las mujeres oídas de labios de los militantes más revolucionarios? Palabras como «materialistas, aprovechadas, teatreras, mentirosas, chismosas, intrigantes, celosas, etc., etc…». Cosas que pueden ser verdad, ¡pero aplicadas a las mujeres y también a los hombres! ¿Qué puede esperarse de nuestra sociedad, si agobia metódicamente a las mujeres, las aparta de todo lo que se considera serio, determinante, de todo lo que esté por encima de las relaciones subalternas y mezquinas?

Cuando alguien está condenado, como las mujeres, a esperar a su amo y marido para darle de comer, y recibir de él autorización para hablar y vivir, sólo le quedan, para entretenerse y crearse una ilusión de utilidad o importancia, los chismes, el cotilleo, las discusiones, las trifulcas, las miradas de soslayo y envidiosas seguidas de maledicencias sobre la coquetería de las otras y su vida privada. Los varones que están en las mismas condiciones adoptan las mismas actitudes.

También decimos que las mujeres, ay, son negligentes. Por no decir cabezas de chorlito. Pero tengamos en cuenta que la mujer, agobiada o incluso atormentada por un esposo ligero, un marido infiel e irresponsable, un niño y sus problemas, abrumada por la administración de toda la familia, en estas condiciones tendrá una mirada extraviada, reflejo de la ausencia y la distracción de la mente. Para ella el olvido es un antídoto de la fatiga, una atenuación de los rigores de la existencia, una protección vital.

Pero también hay hombres negligentes, y mucho; unos por el alcohol y los estupefacientes, otros por varias formas de perversidad a las que se entregan a lo largo de su vida. Pero nadie dice que estos hombres sean negligentes. ¡Cuánta vanidad, cuántas vulgaridades!

Vulgaridades con que se complacen para justificar las imperfecciones del mundo masculino. Porque el mundo masculino, en una sociedad de explotación, necesita mujeres prostitutas. Estas mujeres, a las que se deshonra y sacrifica después de usarlas en el altar de la prosperidad de un sistema de mentiras y robos, son chivos expiatorios.

La prostitución es la quintaesencia de una sociedad donde la explotación es la norma. Simboliza el desprecio del hombre hacia la mujer. Hacia una mujer que no es otra que la figura dolorosa de la madre, la hermana o la esposa de otros hombres, y por tanto de cada uno de nosotros. Es, en definitiva, el desprecio inconsciente hacia nosotros mismos. Sólo hay prostitutas donde hay «prostituyentes» y proxenetas.

¿Quiénes van con las prostitutas?

Ante todo, los maridos que obligan a su mujer a ser casta y descargan en la prostituta su lascivia y sus instintos de violación. Así pueden tratar con respeto aparente a sus esposas y dar rienda suelta a su verdadera naturaleza cuando están con la chica llamada de vida alegre. Así, en el plano moral, la prostitución es simétrica del matrimonio. Los ritos, las costumbres, las religiones y las morales se adaptan a ella. Ya lo decían los padres de la Iglesia: «Para mantener la salubridad de los palacios hacen falta cloacas».

Luego están los clientes impenitentes e intemperantes que tienen miedo de asumir la responsabilidad de un hogar con todos sus problemas y huyen de las cargas morales y materiales de la paternidad. Entonces explotan la dirección discreta de una casa de tolerancia como el precioso filón de una relación sin consecuencias.

También está la cohorte de quienes censuran a las mujeres, al menos públicamente y en los lugares decentes. Ya sea por un despecho que no tienen el valor de confesar y les ha hecho perder la confianza en todas las mujeres y considerarlas un instrumentum diabolicum, ya sea por hipocresía, por haber proclamado de forma repetida y tajante un desprecio por el sexo femenino que procuran asumir ante una sociedad de la que han adoptado el respeto a la falsa virtud. Todos ellos frecuentan a escondidas los lupanares hasta que, a veces, se descubre su doblez.

Luego está esa debilidad del hombre que consiste en la búsqueda de situaciones poliándricas. Lejos de nosotros hacer juicios de valor sobre la poliandria, una forma de relación entre el hombre y la mujer que han preferido algunas civilizaciones. Pero en los casos que denunciamos, estamos pensando en los gigolós codiciosos y holgazanes mantenidos generosamente por señoras ricas.

En este mismo sistema, la prostitución, en el aspecto económico, puede igualar a la prostituta con la mujer casada «materialista». Entre la que vende su cuerpo prostituyéndolo y la que se vende en el matrimonio, la única diferencia consiste en el precio y la duración del contrato.

Al tolerar la existencia de la prostitución, rebajamos a todas nuestras mujeres al mismo rango: prostitutas o casadas. La única diferencia es que la mujer legítima, aunque está oprimida, disfruta como esposa de la honorabilidad que confiere el matrimonio. En cuanto a la prostituta, sólo le queda la valoración monetaria de su cuerpo, una valoración que fluctúa con los valores de las bolsas falocráticas.

¿Acaso no es un artículo que se valoriza o desvaloriza según el grado de marchitamiento de sus encantos? ¿No se rige por la ley de la oferta y la demanda? La prostitución es un compendio trágico y doloroso de todas las formas de esclavitud femenina. Por lo tanto, en cada prostituta debemos ver una mirada acusadora dirigida a toda la sociedad. Cada proxeneta, cada cliente de prostituta escarba en la herida purulenta y abierta que afea el mundo de los hombres y lo lleva a la perdición. Si combatimos la prostitución, si tendemos una mano amiga a la prostituta, salvamos a nuestras madres, hermanas y mujeres de esta lepra social. Nos salvamos a nosotros mismos. Salvamos al mundo.

 

 

Un comentario en «Sobre la especificidad del hecho femenino»

  • «Luego está esa debilidad del hombre que consiste en la búsqueda de situaciones poliándricas. Lejos de nosotros hacer juicios de valor sobre la poliandria, una forma de relación entre el hombre y la mujer que han preferido algunas civilizaciones. Pero en los casos que denunciamos, estamos pensando en los gigolós codiciosos y holgazanes mantenidos generosamente por señoras ricas.»

    Artículo que apesta a misándria y sexismo por los cuatro costados. Mientras lo leía, he tenido que aguantar el vómito para no destrozar el teclado. Seguid así, seguid cagándoos en la igualdad que, por vuestra culpa, el feminismo moderno tiene la fama que tiene.

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