Mundo rural: querer quedarse y no poder
Sara Hernández, portavoz de Drago Canarias en La Palma
Hace unos días, en la Romería de la Virgen del Pino de El Paso, me encontré con un compañero militante de Drago en la diáspora, al que solo conocía por redes sociales. Me alegró mucho poder conocerle en persona después de varios meses de aquella primera conversación en la que nos lamentábamos de lo difícil que está la cosa para todos los palmeros y palmeras que quieren volver a la tierra y no pueden. Esa era su situación en aquel momento.
Cuando nos vimos me comentó que se acababa de mudar a otra ciudad de la península, y triste, me confesó que estaba pasando una especie de duelo porque esa mudanza podría haber sido de vuelta a casa, pero no lo fue. La falta de vivienda y de perspectivas laborales hicieron que no pudiera ser, y eso le generaba mucho dolor, como un reconocimiento de que ese anhelo de regresar a la tierra nunca se haría realidad.
Me contó con melancolía que pensaba que quizás, si no le hubieran inculcado —como a muchas de nosotras— que había que salir de aquí para tener un futuro, habría sido una persona muy feliz en su Garafía natal. Habría seguido con el oficio de sus padres —que recientemente habían tenido que cerrar el negocio por falta de relevo— y tendría una vida plena.
Nos lamentamos de cómo ese éxodo involuntario que vivimos muchos jóvenes palmeros que nos vemos forzados a salir de aquí nos genera una herida y un desarraigo que muchos y muchas arrastran toda la vida. “No me siento de allí, pero ya tampoco de aquí”. Esa sensación tan común.
También hablamos de una preocupación bastante creciente entre la gente de nuestra generación que es la pérdida de saberes y tradiciones, la muerte de oficios e incluso de zonas enteras tal y como las conocíamos debido al despoblamiento y envejecimiento de las zonas rurales por este exilio forzado que lleva décadas condenando al abandono a gran parte de nuestra isla.
Pero, ¿hay manera de combatir este desangre de nuestro mundo rural?
Obviamente, las razones por las que uno emigra de su lugar de nacimiento son muy diversas y complejas y, por tanto, no existen soluciones simples. A veces, las condiciones materiales de vida te obligan a buscar una situación mejor, porque “la tierra no da dinero”. Otras, como persona joven te sientes atrapada, sin nada que hacer, y una ciudad parece la salida. Y muchas otras veces, simplemente “es lo que hay que hacer”, y coges la maleta sin pensarlo, porque entre las opciones viables nunca está quedarse. Pero el denominador común casi siempre es la falta de oportunidades derivada de un “abandono a su suerte” de las zonas rurales desde los centros de poder, que las han despojado de servicios hasta convertirlos en territorios dependientes, vulnerables, hostiles y sin perspectivas de futuro.
En palabras del geógrafo español Fernando Molinero, “si se quiere mantener vivo el espacio rural hay que cumplir un principio fundamental: vivir en un entorno rural no puede costar más, ni conllevar menor calidad de vida, que hacerlo en un entorno urbano”.
Quizás ese debería ser el primer fallo a subsanar. Dotar de calidad de vida a los habitantes de nuestro mundo rural. Que los niños y niñas no tengan que estar dos o tres horas al día en una guagua para ir al colegio porque las escuelas unitarias siguen abiertas. Que la mínima gestión burocrática no te lleve un día entero porque existen oficinas para hacerlo en tu comarca. Que puedas arreglar o ampliar sin problemas el pajero de tus abuelos porque te dan facilidades para que puedas vivir allí, y no para que desarrolles un alojamiento turístico. Que no vivas con miedo a que tu familiar dependiente tenga una emergencia porque tienes un centro de salud bien dotado cerca, y no solo el hospital general a hora y media. Que tu única opción de ocio no sea ir a Los Llanos o Santa Cruz porque existe una oferta cultural rica en tu municipio…
Aunque eso sólo sería el primer paso. El siguiente reto sería que las personas que habitan el medio rural tuvieran opciones de formación y empleo para que quedarse fuera una alternativa real.
Todo esto respondería al “puedo quedarme”. Pero… ¿y el “quiero quedarme”? ¿Cómo se trabajan esos aspectos intangibles que hacen que desees permanecer en la tierra que te vio nacer?
De poco sirve que se invierta en todo lo anterior si, a estas alturas, después de décadas de despoblación y envejecimiento, los lazos comunitarios son prácticamente inexistentes. Poco queda ya del cordón umbilical que une un territorio a sus habitantes, que va mucho más allá del simple arraigo al lugar de origen: el vínculo con su historia, tradiciones, saberes, memoria colectiva, patrimonio cultural, paisajes…
El primer paso para uno querer quedarse en un sitio es amarlo, y para eso hay que conocerlo. El orgullo de pertenencia se construye y se recupera cuando las personas, especialmente las jóvenes, encuentran valor en su herencia cultural y se sienten parte activa de su comunidad.
¿Por qué han fracasado décadas de políticas y programas de desarrollo rural? Porque su perspectiva ha sido fundamentalmente económica, asumiendo que bastarían con centrarse en mejorar esas condiciones materiales de vida de las que hablábamos antes. Pero no.
Si queremos realmente no perder estos territorios para siempre necesitamos un cambio de paradigma, y para que este sea efectivo, es fundamental que las personas, sus deseos y sentires sean los protagonistas del proceso. Son ellas —tanto las que han permanecido como las que marcharon y anhelan volver— las que deben liderarlo, basadas en sus recursos, sus conocimientos y sus aspiraciones, y siempre poniendo al territorio en el centro, no como una periferia subordinada a las necesidades urbanas, sino como un espacio con valor en sí mismo.
Sólo así habrá esperanza de no terminar de perder lo que hemos sido.
Sara Hernández
portavoz de Drago Canarias en La Palma