Literatura

El otro jinete

El puto caballo nos corroía por dentro y por fuera. Entraba en las venas del alma y salía hasta hacerse con todo el cuerpo. Y flotabas en una piscina de nada, en la nada perfecta, sin que nada ardiera, nada doliera, nada molestaba… Se había convertido en el alimento de cada día, dosificado: por la mañana, al medio día, por la tarde, por la noche…

Conseguías esquivar, huirle a cualquier tipo de dolor, de mala sensación, a cualquier incomodidad. Solo su falta molestaba, y entonces era cuando caías violentamente en la realidad; te dabas cuenta de aquella dependencia que nos secuestraba el alma, que nos robaba el ser a cada uno de nosotros. Ya no éramos nosotros, éramos solo víctimas.

No se hablaba de felicidad; no se pensaba siquiera. La situación ideal era estar profundamente envenenado, al borde de la sobredosis, después de expulsar violentamente las sobras corporales en forma de vómito fácil. Con aquel humo de hachís que prolongaba un poco más el viaje. Sin preocupaciones. Sin cuerpo. Sin alma. Sin las características de la vida que suenan a queja y esos deslumbrantes, estrepitosos colores.

Primero robó amistades, familia, cualquier agente social externo. Solo importaba la dosis. Las que acabaron con ideales, con valores de todo tipo; primando el dinero justo para la siguiente carga, para llenar unas cuentas líneas de la fina jeringuilla que reclamaba la vena: la mezcla de sangre que se difuminaba en su interior avisaba de que estaba abierta la vía al cielo en la tierra, solo para uno mismo y nadie más. Eran inyecciones de egoísmo extremadamente placentero. Sin consciencia de cabalgar desbocado y sin riendas.

Entre dolores, llantos, sudores con olor a meados (de tanta toxina que cargaban) y aquellas pesadillas, que regresan una década después, algunos escapamos. Otros no: quedaron en el camino, imprudentes, asesinados por una sobredosis; vencidos por alguna enfermedad llevada a su máxima expresión, por faltar las defensas propias de humanos sanos; o encarcelados en centros de suministro de metadona, volviendo a recaer cada vez que aparece “uno bueno”.cementerio el pais canario

Al final las venas se esconden; o nosotros de ellas. Evitamos mirarlas, las ignoramos como si no estuvieran ahí o fuesen culpables en exclusiva. Aprendemos a vivir sin venas: sin jaco; sin artificios que nos camuflen el dolor de la vida, y sus colores…

Mucha gente perdida en el camino. Mucho enfermo terminal con su lenta muerte en las espaldas. Mucho mal incorregible y cruel. Mucha droga del demonio ¡que sigue ahí!, aunque queramos olvidarla.

Es dura la vuelta a la vida, pero vale la pena. Aunque solo tengas la frágil voluntad humana para combatir ese infierno, disfrazado de cielo, que lo único que tiene peor que no tener información de lo que es, es conocerlo.

Pedro M. González Cánovas

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