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Cuando Canarias olvidó que también fue migrante

Porque la empatía no es debilidad, es la única base posible para construir una sociedad más justa y realmente nuestra”

Una de las cosas que más me angustian en mi día a día es observar el crecimiento y la intensificación del racismo en La Palma. Comentarios en la calle, en los bares, en redes… pero también en los titulares de prensa o directamente de la boca de algunos políticos. Lo veo y me preocupa porque siento que ni desde el activismo ni desde la política progresista estamos logrando frenar esos discursos de odio, ni tampoco crear relatos alternativos que lleguen a calar en una parte de la sociedad cada vez más intoxicada por los bulos de la derecha y la ultraderecha.

Y no es casual. Esa “vía libre” que tienen las fuerzas conservadoras para difundir miedo y medias verdades beneficia al poder político y económico. Les permite fabricar un enemigo ficticio al que dirigir estratégicamente el enfado de la gente. Vamos a analizarlo.

Durante años, se ha hablado de la migración como una amenaza. Titulares sensacionalistas anuncian “avalanchas” o “invasiones”, reduciendo a personas con historia y rostro a masas sin humanidad. Un ejemplo muy claro en Canarias lo encontramos en el trabajo universitario de 2020 de Rosa María Henríquez, «Racismo y medios de comunicación. Análisis del periódico El Día». Durante el año con más llegadas por mar, este diario publicó más de 170 noticias que asociaban migración con saturación de servicios, inseguridad o gasto público excesivo. A base de repetirlo, la idea cala: que la culpa de que no haya médicos o viviendas es de quien llega en patera. Esta clase de mal llamado periodismo no informa, simplemente alimenta el miedo y justifica el rechazo.

Además de esos titulares incendiarios, el discurso público se viste de argumentos supuestamente sensatos como “primero los nuestros” o “no hay recursos para todos”. Así se construyen fronteras morales y se decide quién merece empatía y quién queda fuera; y de pronto, resulta aceptable dejar morir a alguien en el mar o encerrarlo en condiciones inhumanas porque “no se puede acoger a todos”. Nos volvemos indiferentes sin siquiera darnos cuenta.

En ese terreno abonado, las fake news vuelan. Vivimos en un mundo donde las noticias falsas se comparten mucho más rápido que las verdaderas porque apelan a lo que más nos mueve: el miedo y la rabia. Grupos de WhatsApp o Facebook se convierten en burbujas de confianza donde un mensaje reenviado por alguien conocido parece automáticamente creíble. Ahí se difunden rumores sobre ayudas millonarias, delitos inexistentes o supuestos privilegios para inmigrantes.

Y esto no es algo anecdótico ni minoritario. Según Oxfam Intermón, ocho de cada diez personas en España han escuchado alguna vez bulos sobre personas migrantes y más de la mitad siente que hay tanta desinformación que ya no sabe en qué creer. La desinformación no solo confunde, sino que rompe la convivencia, refuerza prejuicios y borra la realidad y las historias de quienes migran.

Estas mentiras no aparecen por arte de magia, son una herramienta política muy útil para las fuerzas reaccionarias de la derecha que quieren ganar votos dividiendo a la sociedad. El truco es desviar el enfado y el miedo de la gente hacia un enemigo fácil: el migrante, el pobre, el diferente. Así evitan que miremos hacia arriba, hacia quienes de verdad nos están empobreciendo: los que especulan con la vivienda, recortan servicios o congelan salarios.

Cuando consiguen que las personas trabajadoras peleemos entre nosotras se aseguran de que no nos unamos para pedir cuentas a los que acumulan la riqueza, nos quitan derechos y saquean lo público. Por eso los bulos racistas son tan útiles, porque convierten problemas reales —generados por el modelo que la propia derecha defiende— en excusas para señalar al que menos tiene. En lugar de cuestionar a quienes son responsables de que vivamos peor se criminaliza a quienes llegan con menos recursos aún, culpándolos de la crisis o la inseguridad.

Es la estrategia de siempre, pobres contra pobres, mientras los de arriba aplauden. Es una táctica clásica de distracción que funciona bien, porque cuando la gente está ocupada peleándose entre sí no se organiza contra el poder. La desinformación es así, una herramienta perfecta para el control social; no solo polarizan y radicalizan, sino que destruyen la posibilidad de una conciencia de clase común y de una resistencia unida contra la desigualdad.

Esta división, además, encuentra refuerzo en la idea de que debemos “mirar solo por lo nuestro”, ese individualismo que nos venden como libertad pero que en realidad nos desarma al romper poco a poco con los vínculos sociales que nos sostienen. Alimenta fronteras morales que nos hacen desconfiar del diferente, aunque en realidad tengamos mucho más en común con quien también pelea por sobrevivir con menos que con quienes concentran la riqueza. Es la coartada perfecta para que sigamos fragmentadas, enfrentadas y sin fuerza para cambiar nada, porque solo construyendo lo colectivo y cultivando la empatía podemos romper ese círculo y aspirar a algo mejor.

Y aquí es donde más me duele, porque en Canarias no deberíamos olvidar que casi todas nuestras familias tienen una historia de migración. Durante generaciones, miles de canarios y canarias se vieron forzados a abandonar estas islas para buscarse la vida en América. En los años 40 y 50 se iban en condiciones infrahumanas en los “barcos fantasma”, rumbo a Venezuela, huyendo del hambre de la posguerra. ¿Qué hace tan diferente a nuestros abuelos y bisabuelos de quienes ahora llegan en patera?

Nuestra cultura no es homogénea ni cerrada, sino el resultado de esas idas y vueltas, de la mezcla y el encuentro. Muchos de quienes emigraron volvieron más tarde, trayendo consigo nuevas costumbres, palabras, formas de ver el mundo. La música que escuchamos, la forma de hablar, la comida… nuestra idiosincrasia es el resultado de haber sido siempre un territorio de fronteras abiertas, de acogida y despedida.

Esa historia de apertura y mestizaje es nuestra mayor riqueza y la estamos olvidando justo cuando más la necesitamos, porque si algo deberíamos tener claro es que nadie deja su casa por gusto. Nadie se juega la vida en el mar si no tiene motivos muy poderosos.

Sé que no es fácil desmontar estas mentiras. A veces incomoda cuestionar lo que te manda un amigo o hablarlo en familia. Pero es necesario. No podemos dejar que la desconfianza y el miedo nos roben la humanidad. Tenemos que aprender a pararnos un momento y preguntarnos: ¿Quién gana con este mensaje? ¿Por qué me hace sentir miedo, rabia o rechazo inmediato? Normalmente no es casualidad, está diseñado para eso, para que reaccionemos sin pensar y busquemos un enemigo fácil. Por eso tenemos que acostumbrarnos a estar alerta ante lo que solo busca dividirnos.

Cuando algo te llegue, pregúntate siempre: ¿A quién le interesa que yo crea esto? Muchas veces esos bulos no están hechos para informarnos, sino para manipularnos. Si entendemos esto y empezamos a cuestionarlo, ya estamos rompiendo la cadena. Defender la verdad no es solo un deber ético, es la única forma de proteger la convivencia y evitar que el miedo gobierne nuestras vidas.

Al final, lo que está en juego es el tipo de sociedad que queremos ser. Si nos dejamos dividir por el odio o si apostamos por la empatía y la solidaridad como fuerza para construir algo mejor. No podemos permitir que el miedo nos haga olvidar que somos más fuertes juntas, que tenemos mucho más en común con quienes migran que con quienes nos empobrecen y nos enfrentan.

Canarias es lo que es gracias al mestizaje. Hemos sido emigrantes y tierra de acogida, y esa historia debería recordarnos quiénes somos. Recuperar la memoria de esa apertura y hospitalidad no es mirar atrás con nostalgia, sino tener claro qué valores queremos defender hoy. Porque la empatía no es debilidad, es la única base posible para construir una sociedad más justa y realmente nuestra.

Sara Hernández

portavoz de Drago Canarias en La Palma

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