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¿En qué momento el coche nos robó la calle?

¿Saben que los coches ocupan casi el 70 % del espacio público urbano, aunque estén parados el 90 % del tiempo? Sin embargo, los grandes debates actuales sobre movilidad siguen girando en torno a la falta de aparcamiento o los atascos. Seguimos atrapadas en un imaginario donde la prioridad en las urbes es que los coches se puedan mover —o estacionar—, y no cómo reconquistar todo ese espacio público que el “cochecentrismo” nos ha quitado, convirtiendo nuestros barrios en espacios hostiles para la vida cotidiana y las relaciones humanas.

En Santa Cruz de La Palma, últimamente, parece que la única problemática que mueve al Ayuntamiento es la falta de aparcamiento y la gestión del flujo diario de vehículos que cada mañana entran a cientos a trabajar en la capital. Las propuestas improvisadas para liberar plazas de estacionamiento dan la impresión de que el futuro de la ciudad dependiera solo de cuántos coches caben en ella. Pero el debate no es local, ni mucho menos nuevo: es el mismo que se repite, con distintos matices, en todo el archipiélago.

La tesis doctoral de Florentino de Guzmán Plasencia sobre la movilidad en Tenerife lo deja claro: estamos atascadas en un modelo que responde a la congestión con más piche, en lugar de abordar las causas de fondo. La isla capitalina —con casi la mitad de los 1,7 millones de vehículos del archipiélago y una de las mayores tasas de desplazamientos motorizados de la UE— es el espejo extremo de esa deriva. A pesar de sus 159 líneas de guagua, el coche sigue siendo casi obligatorio porque el modelo territorial impuesto ha sido disperso, descoordinado y orientado a moverse para producir y consumir, no para vivir.

Colas interminables, emisiones disparadas, dependencia absoluta del vehículo privado y espacio público colonizado por el motor no son anomalías, son el resultado de décadas diseñando ciudades para coches y no para personas.

Un espacio público secuestrado por la productividad

El “cochecentrismo” —alimentado por décadas de lógica capitalista y desarrollista— ha reducido nuestro espacio público a meras vías para desplazarnos entre puntos de producción y consumo. Las calles dejaron hace tiempo de ser lugares para estar, encontrarnos, jugar, alegar o simplemente existir; en algún momento de nuestras vidas se convirtieron en pasillos para mercancías, vehículos y cuerpos apresurados.

No paramos de escuchar a los políticos de turno hablar de “solucionar los problemas de movilidad”, que en realidad suele significar mover coches más rápido, como si eso bastara para construir ciudades más habitables. Pero ¿en qué momento desplazarnos dejó de ser parte de vivir la ciudad para convertirse solo en una obligación productiva? ¿O quizás nunca cambió y simplemente lo asumimos como normalidad? Antes que reorganizar el tráfico necesitamos recuperar el espacio público —no solo de los vehículos, sino del paradigma del rendimiento, el consumo y el individualismo que nos ha expulsado de nuestras propias calles—.

Porque si de verdad nos paramos a reflexionar acerca de los espacios públicos que nos rodean, puede que nos sorprendamos… ¿Son realmente públicos? ¿Son accesibles para todas? ¿Tienen bancos donde sentarse, sombra para descansar, fuentes para refrescarse, árboles para protegernos del calor, caminos seguros para caminar o pedalear, lugares donde estar sin tener que pagar? ¿O son simples corredores de paso, ocupados por coches y negocios, donde la “movilidad” se reduce al ir corriendo a producir, consumir y rendir?

Derecho a la ciudad

Aunque la movilidad esté reconocida como un derecho, nuestras ciudades siguen diseñándose para un único perfil: adulto, trabajador, sano, autónomo y motorizado. Todo lo que queda fuera —personas mayores, con discapacidad, infancia o sin recursos— queda relegado a una ciudadanía parcial. No es que “no quieran salir”, es que muchas no pueden. Barreras físicas, miedo a caídas, falta de sombra y bancos, transporte poco fiable, aceras estrechas, ruido, inseguridad o simple desinterés institucional las confinan en casa, negándoles no solo moverse, sino acceder a derechos básicos como salud, ocio, compañía o participación comunitaria.

Por poner un ejemplo, está estudiado que las personas mayores —cada vez más numerosas en nuestros barrios— caminan distancias cortas cerca de su hogar, pero solo cuando el entorno se lo permite, es decir, cuando hay árboles, sombra, bancos, baños, plazas, fuentes, comercios de proximidad y espacios que invitan a quedarse. Estos desplazamientos breves, invisibles para la planificación de despacho, sostienen algo mucho más grande, como es la salud, la autonomía y la vida comunitaria.

Planificar la ciudad desde la velocidad y la capacidad vial, en vez de hacerlo desde los cuerpos, los afectos y los cuidados crea ciudadanas de segunda clase. Una ciudad que obliga a usar coche para vivir no es moderna, es profundamente injusta, marginando a quienes no lo tienen o no pueden usarlo, reforzando desigualdades y expulsando a la gente de los espacios comunes que deben ser de todas.

Reverdecer o morir

Mientras escribo estas líneas, en pleno noviembre, en gran parte del Archipiélago estamos viviendo un calor insoportable. Otra anomalía que ya ni sorprende porque el cambio climático dejó de ser futuro para convertirse en presente con olas de calor más largas y frecuentes, noches tropicales, lluvias cada vez más irregulares y extremas…

En este contexto, reverdecer nuestras ciudades no es un capricho estético ni una moda urbanita, es supervivencia colectiva. Es una cuestión de salud pública, de justicia climática y de dignidad urbana. Y también debería ser prioridad sobre la mesa de quienes tienen poder de decisión sobre nuestro planeamiento urbano.

El estudio Urban Greening for Climate Resilient and Sustainable Cities lo demuestra: la infraestructura verde —árboles, jardines de barrio, techos verdes, corredores ecológicos— no es “decoración”, sino un sistema de salud y convivencia. Los árboles enfrían el aire, filtran la contaminación, amortiguan lluvias, favorecen la biodiversidad, reducen la ansiedad y, sobre todo, crean lugares donde estar, no solo donde pasar.

Volver a habitar lo común

Y no quiero que todo esto se quede en una simple queja o en un análisis teórico. Desde Drago Canarias creemos de verdad que otra manera de habitar nuestras ciudades es posible: más democrática, más humana, más accesible para todas, independientemente de si somos cuerpos productivos o no, o si tenemos la capacidad —o el bolsillo— para estar motorizadas.

¿Y qué proponemos? Lo dijimos en 2023 y lo repetimos hoy, porque sigue siendo urgente: abandonar la dependencia obligada del transporte individual no es renunciar a nada, es ganar libertad. La verdadera autonomía llegará cuando nadie tenga que comprarse un coche para vivir con dignidad. Cuando movernos sea un derecho, no una trampa económica ni un privilegio. Cuando el espacio público vuelva a ser un lugar para encontrarnos, y no solo para atravesarlo.

Eso, aterrizado, significa cosas muy concretas:

Un transporte público que funcione de verdad —frecuente, accesible y asequible— como alternativa real al coche.

Renaturalizar calles y plazas, con árboles, sombra, bancos, agua, juego y descanso.

Diseñar ciudades pensadas para la infancia, para la vejez, para quienes cuidan y para quienes necesitan cuidados.

Recuperar el espacio público para la gente.

Abrir procesos de participación ciudadana reales, para decidir juntas el rumbo de nuestras ciudades ante los retos que ya están aquí: cambio climático, envejecimiento, soledad, desigualdad. Sin participación, las ciudades se “parchean” a golpes de urgencias y ocurrencias, y seguimos viviendo en territorios improvisados para los coches… y no planificados para las personas.

Porque en el fondo, se trata de algo sencillo: elegir si queremos seguir adaptando la vida a los coches, o si vamos a empezar —por fin— a adaptar las ciudades a la vida.

Sara Hernández

portavoz de Drago Canarias en La Palma



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