Literatura

Casa de duchas

 

-Quiero una casa hecha de duchas.  -comenté.

-¿Qué?

-¿No es la ducha el mejor lugar para pensar, para llorar, para gritar? ¿Puedes evitar sentirte liberado del mundo, de los problemas, de ti mismo? Para mí es como un confesionario. Pero la diferencia es que eres el único testigo de las verdades utópicas que se puedan generar. ¿No es increíble, y a la vez un poco atemorizante, que ese cuarto generalmente pequeño sea receptor de tantas emociones reprimidas? El agua nos entiende porque es tan prisionera como nosotros.

-Yo creo que es porque estamos solos, desnudos, despojados de arquetipos detrás de los que escondernos. No queda otra que ser nosotros mismos, ¿a quién le vamos a mentir si estamos solos?

Nos quedamos callados, porque ahora cada uno era consciente de lo que pensaba el otro. De repente, los dos nos sentimos despojados, desnudos, vulnerables.
-Oye, tengo hambre, ¿vamos a ver si encontramos un kiosco abierto? Si vienes te compro ese chocolate que te gusta.
Ahora te dirán que no estuve ahí, con esa expresión mía de no pertenecer a ninguna parte, tan volátil como si me estuvieras imaginando, cuidando derribar el muro sin que caiga Berlín. Henos aquí, con tus labios de gato prestándose a mi voluntad, con mis impulsos de amazona y tu mirada de centauro, cerrando los ojos para amurallar el fuego. Y lo tomas como un secuestro implícito pero sólo es mi forma de decirte que no todo tiene que ser a sangre fría, inútilmente, porque tú  dominas tus tristezas, eres capaz de controlar el ruido que hacen las cosas al romperse, siempre listo para el final, para la extinción y si descuido tu presencia me devuelves una indiferencia diabólica que me raspa las rodillas, como tu barba en mi costado, como tu amor crudo. No es que no me importes o que me olvide de ti, sólo omito amalgamarte con aquel que se dibuja cuando aprieto los dientes.

Ni Bram Stoker podría habernos escrito mejores colmillos, ni tanta sangre en las manos. Si yo sólo hubiera sabido que ya habíamos jugado todos los naipes y bebido todo el whisky, y que íbamos por la parte de levantarnos de la mesa peleando por la corona de laureles, jamás me hubiera dado el lujo de necesitar cuando aquí dentro había tanta pobreza de esa que no se ve, y es la peor. Y sí, te mandé a la mierda un montón de veces esa noche, mientras el mundo nos miraba con su sonrisa de villano, mientras guardábamos un poco de sol para mañana y me gritabas que no te importaba pero llorabas de noche, porque te dolía demasiado y no eras faculto de mantener la calma, así que le rompiste el corazón a todo y a todos. Pero a mis ojos índicos todavía les gusta la silueta que proyectas.

Sobre ese absurdo nato nos sostuvimos, a veces tomados de las manos, a veces dándonos la espalda, juntos, con disciplina de caballitos de mar. Aunque aquí, en esta realidad, hubiera querido hablarte de cosas inmortales,  aferrarme a tu espalda como si fueras a morir el segundo siguiente, porque lo que me molestaba no era la muerte en sí, sino lo que quedaba después; eso que se siente como tratar de sostener la nada. Hubiera querido mostrarte mi amor. Ese amor sin excusas, sin temores, sin límites en el tiempo. Ese amor que era quien quería ser, que no pensaba que algo podía resultar ilícito o imposible.

Se presentó  la inane idea de que te debía muchas cosas y de que alguno de esos días se gestaría el momento de empezar a saldarlas, esto último no tenías que saberlo. Tu frialdad es quirúrgica pero portas la ternura de un fauno, aunque siempre decías que mi delicadeza te partía literalmente el alma, a ti, que creías estar vacunado contra esto y que al final de mi cuerpo no llegabas a entender si tú me volvías de carne y hueso o si yo te hacía a ti más abstracto. No fue culpa de nadie.

Nunca nos importó eso que no sabíamos cómo decirnos, porque cuando cruzo el umbral de nuestra puerta todo pareciera invadido por un olor a antes que podría arreglar el mundo de una manera más definitiva que pasar la vida juntos, porque eso sería lo mejor pero solo para nosotros.
Ahora que estamos tan distintos, castigados, tú tienes más que nunca ese encanto preadamita extinto en cualquier otro hombre. Construiste tu imperio en mi cuerpo, buscándome con una inercia amurallada, para no perder la costumbre, pacificándome, prefiriéndome, pasando tu lengua bífida por mis alrededores, como una operación consecutiva. Por fin me he convertido en esa nefelibata por la que suplicabas cuando tenías diecinueve y yo casi cumplía dos años más porque te quería y porque siempre me debatía entre el centro mismo de la felicidad y el desengaño, como esas palabras que no creías que tuviéramos derecho a usar fuera de los poemas, hoy te las estoy regalando.

Me dejé caer quién sabe cuántas veces de rodillas como una peregrina en tu infierno, lo de permitirme ganar era todo una broma, como ese cariño tuyo tan inducido que da risa. Me alejaste de la luz y devoraste cualquier cosa casta que encontraste en mi cabeza, como si nada realmente importara, quiero decir, café o te; derecha o izquierda. Ya no era relevante que estuviéramos en guerra o que hiciera frío, ni que fuera la nieve la que entonces se hospedaba en nuestros párpados.

Aún hoy te observo con esta tristeza dulce y que de pronto se ha convertido casi en una paz, queriendo olvidar que alguna vez estuvimos tan lejos que el universo se dislocaba. En esos momentos todo era tan táctil que pudiste incautarme un poco la poesía para que tuviéramos algo de historia porque éramos puro prólogo. Yo rezaba por las noches para que no te tocara estar nunca en los pasillos de un psiquiátrico abandonado con un suelo repleto de colillas, a la vez que fantaseaba con llamar a tu puerta e inmolarme después del último beso, con mi pericia de prófuga, mirándote con ojos que venían de algún otro lado, diciéndote que si pestañeabas muy rápido teníamos diecisiete de nuevo.

Concluimos bifurcándonos en una estación y fuiste un tratamiento exprés para mí, dejándome como la nauseabunda embajadora de una paz en la que no creíamos y de la que siempre habíamos sido huérfanos. Cómo explicarte hoy que el amor es otra cosa, más bien una suave aceptación de la nostalgia que se cura con soledad, mientras tú sólo bebes tu té de frutas con esa actitud de tener los calcetines mojados, sin saber que cuando me invitas al remanso me causas más pavor que cuando lo haces a la guerrilla.

 
 
 

Agustina Bugin Scavo

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *