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El charco

Elías del Pino nació artista. Desde muy pequeño destacó en todo tipo de técnicas plásticas, así lo demostró en el colegio del barrio costero donde nació.

En aquella escuela unitaria se mezclaban niños y niñas de todas las edades, bajo la tutela de un solo enseñante y compartiendo aula. Se cuenta que don Pepe, el maestro, vio enseguida en él su facilidad para moldear la arcilla y dibujar. Dedicaciones que otros pibitos del barrio entendían como más propias de mujeres que de ellos, por lo que al principio fue objeto de muchas burlas. La agresividad del entorno no pudo doblegar su desarrollo artístico, animado casi exclusivamente por su maestro y su abuela.

El resto de su formación, aunque algunos lo acusan de autodidacta, es culpa de un francés solitario que pasaba meses seguidos en el pueblo, en sus largas escapadas del invierno europeo.

Gracias al francés, Elías depuró su técnica de dibujo y seleccionó la pintura para mostrar al mundo su vena artística. Su habilidad con el carboncillo convertía sus bocetos en deseadas pinturas y, de pronto, ganó simpatías hasta en el pueblo. Sin embargo, el negro carbón se le quedaba corto, y en su afán de progreso y desarrollo empezó a derramar colores con exquisito cuidado.

Elías trabajó Marinas y cielos. Reflejó aquel vergel que guardaba el barranco por donde trepaba el pueblo; a sus gentes; el resultado del trabajo agrícola y pesquero; las viviendas típicas de autoconstrucción; etc. De tal forma, sus obras se repartieron por las casas del barrio y algunas avanzaron por otras del municipio y su nombre empezó a darse a conocer como pintor.

Tras ello, por supuesto, algunas voces lo animaban a exponer en el centro. Una exposición, solo, en la capital, era un desafío para quien no se encontraba a sí mismo suficientemente preparado. Así que, joven y aventurero, se planteó pulir esa técnica de agua que significa pintar el reflejo de los charcos, y para ello imaginó que nada mejor que los húmedos suelos laguneros, como habían hecho tantos reconocidos autores tinerfeños.

Sin duda fue un mal cálculo lo que llevó a nuestro protagonista a encallar en esa Laguna seca de mediados de octubre. Lo cierto es que coger una semana libre y contratar una pensión, con el gasto adicional de comidas, le supuso un gran esfuerzo. Por lo que, una vez allí, intentó llevar a cabo su misión, aunque el tiempo no ayudara. Además, Elías viajaba con los bártulos propios de la profesión, que no es poco, sobre todo considerando las dimensiones de varios lienzos preparados y un aparatoso caballete.

El autor se plantó, a la mañana siguiente de su llegada, casi al pie de la torre de La Concepción. Donde acaba la calle de la Carrera, un poco a la izquierda, esquinado. Durante esos días se convirtió en un elemento del paisaje al que no estaban acostumbrados los laguneros de la época, como tampoco lo están los de ahora. Desde el primer día avanzó mucho el boceto, llamando la atención de los transeúntes. Era muy bueno con las perspectivas y el carboncillo. Como afirmamos antes, su técnica estaba muy pulida.

Pero no llovía y pasaban los días. Ya solo le quedaban dos noches allí, cuando su ingenio le hizo abandonar sus aperos momentáneamente y acercarse a un bar, de los que se encuentran sin dificultad en la ciudad, para pedir una cerveza. Y otra y otra y otra… No estaba acostumbrado, pero creía necesitarlas y las utilizaba como un elemento obligado para llevar a cabo el plan.

Abandonó cuando notó la vejiga a punto de reventar. Calculó que se había gastado la cena, pero valdría la pena. Se dirigió primero al caballete y cogió medidas con su pincel, tomando como referencia el lateral de la torre por donde la claridad del sol, ocultándose casi, formaría la iluminación del charco imaginario en la línea que llegaba hasta él. Una vez creyó tener el sitio marcado, dejándose llevar por la espesura que causa el alcohol de la cerveza en quién no está habituado, soltó el pincel y se dirigió al punto escogido. Sin dudarlo, se puso a orinar en medio de la pequeña plaza a media tarde, ante la mirada atónita de unos cuantos transeúntes que supo ignorar.

Cuando acabó se dirigió de nuevo a su butaca, ante el lienzo, con intención de captar lo mejor posible el reflejo de aquel charco de su propiedad.

Así fue como se desencadenaron aquellos hechos que se usan para descalificarlo. Y, sí, es verdad que pasó esa noche en los calabozos de la policía municipal y que se le acusó de escándalo público, entre otras cosas. Pero quiero imaginar que aquellos instantes, antes de que llegaran los guardias, le bastaron para grabar en su cabeza el efecto de la luz en el charco y de ahí desarrollara su técnica como sus seguidores sabemos que logró, ya que por La Laguna no se le volvió a ver ni en pinta.

 

 

 

Pedro M. González Cánovas

 

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