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La Gomera en el corazón

Durante uno de aquellos largos paliques con mi colega Isidro, éste sacó uno de sus temas preferidos: sus inicios como guía turístico y el amor por La Gomera. Creo que fue porque habíamos estado hablando de amigos en común, y porque él sabía de mi especial predilección por la Isla y sus habitantes, cosa que también compartimos desde siempre.

Recuerdo una ocasión en que, al final de una conferencia de Francisco Javier González -por aquel entonces al frente del Frepic-Awañak– en una semana cultural que montamos en la Casa de la Cultura de Santa Cruz de Tenerife bajo el título de “Canarias, 500 años de colonialismo”, se levantó un cántabro y no sé cómo se enrolló hasta contar un burdo chiste de gomeros. A continuación, estando yo también entre el público, pedí la palabra para decirle al personaje que “mis abuelos, padres y yo mismo conformamos parte de una larga estirpe de gomeros y no me hace ninguna gracia que venga gente de fuera, tan crecida y atrevida, como para hacer chistes menospreciando a mi pueblo”. El hombrecito se tornó colorado y se derritió en disculpas. Mientras, muchos de presentes que me conocían -y sabían de mi origen tinerfeño- se sonreían y alababan en silencio la valentía de aquel pibito de unos 20 años que se encaraba guerrero. Acabé contándole la verdad, más por los testigos que por cualquier especie de pena que me diera el godo en ejercicio aquel que, dicho sea de paso, se llamaba Fidel Campos.

Lo que me contó Isidro es una historia de mucho antes. Hablamos de los años 70 del siglo XX. Una época en que él empezaba a ejercer como guía en La Gomera; cuando aún Fred Olsen no operaba con sus barcos a la Isla, aunque sí tenía una importante explotación tomatera en Santiago.

Para resumir, por aquella época Isidro había localizado una pensión de su gusto en la capital de la Isla. Aquel veinteañero gastaba gustoso las pocas perras que tenía, al tiempo que se formaba y recopilaba datos sobre La Gomera, ya que en esa época había muy poco escrito sobre Canarias o la propia Isla y mi amigo siempre ha sido un autodidacta en continua formación.

Al parecer, muy cerca de la pensión había una zapatería. En concreto, del negocio le llamó la atención un mocasín de cuero claro que estaba en su escaparate. Tanto le gustó que entró y pidió la otra parte del par para probarlos. Pero se tropezó con la contestación de que no podía vendérselo, que tenía que esperar dos días si le interesaba. A Isidro no le gustó el condicionante, ya que su presupuesto era ajustado y decidir cada gasto era complicado; además, no razonaba la respuesta por mucho que buscara motivos ocultos. Así que insistió, exponiendo que no era de allí ni sabía cuánto tiempo estaría en La Villa. El zapatero se cerró en banda y expuso que era imposible. Isidro mostró su asombro, su disgusto, y estaba a punto de irse totalmente desconcertado cuando el hombre lo frenó, dispuesto a explicarse. Le abrió un armario que tenía tras el mostrador y le enseñó un cuadrante con la frecuencia de los correíllos y los turnos de toda la tripulación. Mi amigo seguía sin entender nada. Señaló de arriba abajo la hilera de nombres de tripulantes y dijo enfadado “yo he calzado a toda la tripulación y si me descuido a sus familiares”. “Estoy harto” sentenció. “Por eso, ahora pido que me envíen unas veces solo los zapatos del pie izquierdo; la semana siguiente, sorteo si pido más izquierdos o el par derecho… Siempre procurando que en los envíos no coincida la misma tripulación. Así he conseguido que hasta los mismos tripulantes del correíllo me compren…”. Isidro le sonrió y no comentó más sobre el tema, porque creyó que con su expresión original ya mostró suficiente admiración. Pero, por si acaso, el tinerfeño le dejó el dinero de aquellos zapatos y le pidió que se los guardara si no pasaba el mismo día que le llegara el par. No hizo falta recibo ni firma alguna, porque en esos tiempos con un apretón de manos se grababa a fuego un contrato y la palabra de un hombre era doblemente palabra si se trataba de un gomero.

Hoy, ambos compartimos un grupo común de amigos gomeros. A ellos (a Tanagua, a Abraham Barroso, a Adán… y tantos otros) un sincero abrazo y pedirles que, allí donde estén, sigan llevando con el mismo orgullo La Gomera en el corazón. Aunque sobre pedirlo.

 

Pedro M. González Cánovas




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