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De Anaga al Cielo (III): 25 noches de acampada

(Diario de guerra de la Plataforma Contra el Radar de Anaga 1 (Fragmento de “Un radar en las cumbres de Anaga”). Anterior: De Anaga al Cielo (II): corazones de Anaga

Un pequeño grupo de apenas doce jóvenes pusieron en jaque a la institución señera de la Isla. Lograron intervenir diariamente en prensa y sacudir la política local como nunca se hizo hasta entonces. Fue una lucha ardua quenos resultó demasiado larga.

Caminamos muchos campos de batalla: desde el “movimiento vecinal” que pretendían controlar, soportando insultos personales y comportamientos indignos de representantes políticos de cualquier signo; entrevistas con todos los grupos políticos con representación institucional, donde dominaban la ambigüedad del discurso, el eufemismo y la retórica, y la farsa continua para enmascarar la incapacidad para hacer política real; hasta tener que soportar la demagogia de vagos oportunistas, estilo «verdes de canarias», que no dudaron en presentarse repentinamente para apropiarse de acciones ecologistas de grupos ajenos a ellos, exponiendo un discurso barato e insultante, que seguramente repetirían en un futuro para robar nuestra acción militante, que −dicho sea de paso− nunca apoyaron física ni económicamente. Por eso renegábamos cuando nos llamaban “los ecologistas”.

Al tiempo de esto, hay que reconocer que otras organizaciones, que nunca pretendieron tanto protagonismo, no dudaron en prestarnos todo tipo de infraestructura y material, Conformaron parte del grupo involucrado, algunos importantes activistas, y no merecen menos que citemos su organización. Hablamos de la organización juvenil Azarug de aquel entonces, de un núcleo independentista de APC que acabaron en ANC, de aquellas Juventudes Comunistas, Intersindical Canaria, el Tagoror Ecologista Alternativo, el comprometido Frente Blanquiazul de la época… y si olvidamos alguna pedimos encarecidas disculpas.

Jose el largo, de la gente de Almáciga, actuaba como coordinador de la acampada. Así se le encomendó y lo llevó perfectamente a cabo hasta el final. Desde aquí, esté donde esté, un cariñoso y sincero abrazo para él y para todos y todas las gentes de la tribu (Chando, Olalla, Airan, Irene, Ilaya, Juanfra, etc.), que tanto bien le hicieron a nuestros espíritus en aquellos momentos difíciles. Demostraron tener encausada una rebeldía necesaria e inherente de la humanidad verdaderamente progresista, que choca frontalmente con los intereses babilónicos del gran capital. Tampoco se puede olvidar a Ricardo «el de Taco», que apareció solo, la primera noche, para quedarse hasta el final y ganarse ¿cómo no? el aprecio de todos.

Estaban además los jóvenes de Azarug, mostrando una vez más donde estaba la senda del eterno sueño de un mundo mejor. Quedaba claro allí su compromiso social y político. Participaban, con sus formas asamblearias limpias de entonces, de aquella acción con personas físicas de la talla de Thailo, Marcos, Tumas, Gara, Adán, el cale, Nisa y Samir, y Silvia.

Además, nuestro patriarca, Juan el cambuyonero, personaje íntegro y serio donde los haya. Que desde el principio quedó encantado con la «prohibición de consumir alcohol» en la acampada y no dejó de asistir a ninguna de las asambleas que celebrábamos cada noche, aportando una sabiduría popular que, respetuosamente, todo el mundo supo apreciar.

Pocos más éramos los acampados. Posiblemente solo los citados merecen mención. Lo cierto es que parecíamos mucha más gente ante la opinión pública y es que no se acostumbraba por estos lares a enfrentarse así a una institución. Habíamos perdido el miedo, encontrando la dignidad humana y la habíamos antepuesto a la sumisión.

Y no me canso de sumar dioses y diosas de aquel episodio. Y tanta «y» se me hace poca, aún a sabiendas de que mi memoria omite alguno o alguna, no por ello −en aquellos momentos− igual de importante.

Coalición Canaria, ese grupo caciquil instalado en las poltronas políticas del Archipiélago, vio como un grupo de jóvenes les rompían los esquemas y les empujaba diariamente hacia el abismo en que se encuentran, acelerando su hundimiento y posible disolución: o eso parecía entonces. Ahí están las cifras electorales. Solo hizo falta hablar claro y con dignidad. Denunciando sus artimañas, cada día -para varios medios de prensa- con la verdad y el sacrificio personal como única arma: marcábamos la diferencia.

El permiso para la «concentración indefinida» empezaba a las seis de la tarde. Así que casi media hora antes me vi solo, ante el edificio del Cabildo Insular, cargado con un petate verde oscuro, lleno a reventar. Empezaron a acercarse medios de prensa, a muchos los pude hacer esperar. Pocos minutos después de las seis llegó Jose el largo, con el coche lleno de casetas que Azarug aportó para el caso. Muchas de ellas no se pudieron montar. Juanfra venía en otro coche con algunas casetas más. Como a las nueve de la noche quedaron montadas una docena de casetas de campaña, allí, justo en la Plaza del Cabildo y enfrentadas a la puerta de la institución insular. Para cualquier santacrucero, simplemente: irreal.

Despachamos a toda la prensa esa noche y por la mañana a mucha más. Un fotógrafo y su compañera se quedaron la primera noche. Aún no sé dónde fue a parar tanta foto. No tengo ninguna foto de aquellas 25 noches y sus largos días.

Durante la llegada estuvieron con nosotros la policía nacional española y, mientras que la municipal solo se dejó ver de paso, pudimos apreciar a un nutrido grupo del servicio judicial de la Guardia Civil de España y su vehículo de camuflaje: una furgoneta blanca de cristales ahumados que cambiaron varias veces de sitio. No nos preocupaban. No había entonces nadie más legal.

Durante los primeros días, el tiempo se mostraba cada vez más frio. Las nubes se presentaban del norte, asomando sobre la cordillera de Anaga. Eran nubes tupidas, tiznadas de un gris oscuro que prometían lluvia, y no nos engañaron aquellas señales.

Un fuerte temporal de lluvia azotó Tenerife, cuando aún estaba muy vivo el recuerdo de la riada que segó varias vidas en la capital. Nosotros resistimos firmes, de pie, pues no era posible acostarse. Fue una noche larga, de trabajo intenso, sobre todo para el largo, José María y su hermano, Alberto, y otros más. De Taucho, el local de Azarug en Santa Cruz, trajeron un gran toldo azul y cuerdas. Con él cubrieron justo el patio central que bordeaba las casetas. Aunque en esos momentos la solución era arrastrarlas bajo el toldo amontonándolas, todas se mojaron interiormente menos dos, que fueron las que nos albergaron el resto de la noche.

La imagen de la mañana, una vez había cesado el temporal, era aclaratoria: Santa Cruz era un gran charco, olía a humedad; toda nuestra ropa tendida, escurriendo, daba testimonio de la violencia con que la lluvia nos cayó encima. El edificio del Cabildo sufrió graves desperfectos: varios tramos de su cornisa superior se habían desprendido, obligando a vallar todo el perímetro para evitar lesiones entre los viandantes. Nosotros, sin un lugar seco donde sentarnos, observábamos de pie como grupos de ciudadanos se bajaban de las guaguas urbanas, con destino a su centro laboral, para pasarnos al lado haciendo comentarios como «anoche no dejé de pensar en ustedes» o «¡sigan adelante, chicos!». Aquello nos aportó ánimo y más solidez, si cabe, mientras que el Cabildo se caía a trozos.

Cada mañana, Ricardo era el primero en levantarse para irse a trabajar; normalmente no volvería hasta por la noche. Después se levantaba DactaChando, para nosotros, entonces: Nando. Casi siempre tenía con él las primeras palabras del día, que lujo. Después, uno a uno nos echábamos agua en las manos para refrescarnos la cara, en lo que siempre participaba Joseel largo. Imagino que no pude tener mejores compañeros para tal ceremonia. Era la mejor forma de iniciar el día.

Algunas veces iban a buscar pan integral o cosillas de esas para desayunar. Cuando regresaban, Jose se había encargado de hacer café. Aunque él no tomara, sí que era evidente su gusto por mimarnos con ese tipo de detalles: cosa muy propia de él.

Fue justo después de las lluvias, una de esas mañanas frías, cuando apareció.

Aquella mañana, observé que en las escaleras del centro de la plaza había un joven sentado. Tenía pinta de emigrante, de esos sudamericanos. Sin embargo, había algo en él que no me terminaba de cuadrar: se entretenía en sujetar un reloj a su muñeca, alrededor de su cuello brillaba una gruesa cadena de oro y llevaba colgada una especie de mariconera, como para portar una cámara fotográfica. Sin embargo, su aspecto parecía el de un vagabundo, quizás por su pelo desaliñado o sus ropas arrugadas. Le hice una seña ofreciéndole café, él sintió con la cabeza, se lo pedí a Jose, haciéndole una seña hacia el pibe y, sin demora, llenó otro vaso al instante. ¿Azúcar? pregunté: asintió otra vez. Puse una cucharada llena y con la cucharilla dentro del vaso me acerqué. Saludé, al tiempo que él cogía el vaso de café y empezaba a revolverlo, devolviendo un agradecimiento que me pareció lleno de sinceridad.

Shon, que así se llamaba, me contó que había dormido bajo el techo del centro de la plaza, junto a dos saharauis y un marroquí, posiblemente menores de 18 años, que lo hacían desde hacía tiempo. Dijo que por la noche sintió miedo de ellos y que se había quitado todo lo de valor que tenía y lo había puesto entre él y la pared, dispuesto a protegerlo con el secreto. Era venezolano, dijo, de Caracas.

Había venido invitado por un amigo suyo de la infancia, que ahora vivía en Tenerife, del que sufrió un fuerte desengaño. Su relación telefónica en la distancia siguió siendo muy buena, pero una vez se personara Shon en su casa, las cosas habían cambiado. Su amigo vivía inmerso en una élite que no se correspondía con su antigua manera de ser, ni con Shon y su manera de ver las cosas. De tal modo, al principio, Shon empezó a salir solo. Lo que no pareció tener importancia para su amigo. Sin embargo, él se sentía cada vez más distante, hasta que decidió abandonar aquella casa y hacer la vida a su manera, hasta que llegara el día marcado en el billete para regresar a su país, a su hogar.

Le explicamos a Shon el motivo de nuestra presencia en aquella plaza pública del corazón de la capital. Bajo aquella luz continua, sumergidos en el constante tráfico de la zona y al pie de la más profunda alcantarilla de la ciudad. Justo enfrente del edificio del Cabildo Insular y su reloj gigante, que tocaba cada cuarto de las 24 horas: una verdadera tortura autoaplicada por mantenernos firmes en nuestras creencias, que en su momento habíamos decidido hacer públicas; al tiempo que enfrentábamos a la institución y a las personas que las gobernaban, con una realidad que ahora tendrían que ver todos los días, quisieran o no.

Apreció que nos sentíamos engañados. Que no encontrábamos que las funciones encomendadas se correspondieran con las actuaciones de aquellas personas. Que éramos simples ciudadanos defraudados, dispuestos a mantener nuestra dignidad, aún a costa de un evidente sacrificio personal. Casi seguro que, por todo ello y la similitud de su caso particular, simpatizó con nosotros y acampó en la Plaza del Cabildo hasta que, dos días antes de levantar la acampada, llegara la fecha estipulada en su billete para regresar a la República Bolivariana de Venezuela.

Shon se dejó querer por todos y todas con facilidad. Celebramos con él, allí, su decimonoveno cumpleaños. Conocimos telefónicamente a su familia, a través de nuestros propios móviles. Y llegó a presentarnos a aquel amigo suyo, que lo pasó realmente mal los primeros días de su «desaparición», cuando no sabía nada de su huésped y el remordimiento lo mataba.

Podríamos extendernos tanto o más sobre cada caso particular de cada personaje real de los que conformábamos aquel grupo singular de ciudadanos, decididos a luchar por un mundo mejor, pero esto no fue una telenovela. Recibimos también el apoyo familiar inestimable en momentos tan duros. Pero de momento, valgan como ejemplo los casos comentados superficialmente y en concreto el de este chico, Shon, que igual que nosotros se vio engañado y se revolvió hasta conseguir estar en paz, al menos, consigo mismo. Allá donde estés, Shon, un abrazo sincero, hermano.

Pedro M. González Cánovas

De Anaga al Cielo (II): corazones de Anaga

 

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