Literatura

Un Ser Adorable

Matilda era una joven adolescente de campo que vivía cerca de la ciudad. Su familia era agricultora y ganadera, donde cultivaban sobre todo para ellos, yéndose el resto para el mercado, de donde sacarían siempre lo justo para pagar impuestos y pagar las necesidades básicas.

La familia pasaba mal los inviernos, pero los superaba. En este invierno, Matilde cumpliría dieciséis años, y era considerada una bendición por sus padres, pues su madre era técnicamente infértil, pero tuvieron a una preciosa hija el día veinticinco de diciembre. Es una bendición también si piensas que podían complementar el día de su cumpleaños, pudiendo reducir los regalos, que solía ser ropa de segunda mano o tejida por su madre.

Durante la cena de navidad, su padre sacó el tema del trabajo. Insensible, sí, pero no tenían para pagar la calefacción este invierno y le preocupaba que su dulce mujer enfermase al tener los pulmones débiles. Sin embargo, a ella no le molestó al ser plenamente consciente durante toda su vida de la situación económica de su familia, y ella quería ayudar, y lo haría sin titubear.

-Buscaré en la ciudad algo. Puedo ser camarera o algo así los fines de semana o tras salir de la escuela.

 -He pensado una mejor-, dijo con tono alegre-. Vi en el periódico justo ayer una oferta de cuidado a una anciana cerca de aquí. ¡Seguro que te lo da por vivir cerca!

Se calmó un poco y dio un sorbo a la sopa.

-Pues es buena idea. Espero que me paguen lo suficiente para ayudaros, y tú estarás bien, ¿vale, mamá? -, dijo mirando con una sonrisa, pero determinada a hacer feliz a aquella que le dio una vida humilde y feliz.

-Hija, hija. Nunca me cansaré de repetir que eres un ángel.

-Bueno- interrumpió su padre-, dejemos esto para mañana, que hoy solo es día de celebración.

El padre sabía que estaba siendo hipócrita mientras recitaba estas palabras, pero su ansiedad se apaciguó inmediatamente, trayéndole una sonrisa y humor para el resto de la velada, acompañada de dulce amor en la cama y un sueño profundo sin ronquidos.

A la mañana siguiente, Matilde y su padre hablaron de detalles e hicieron una llamada. La anciana estaba interesada para cuanto antes y decidieron que fuese a la entrevista ya. Los padres no demoraron en vestirla apropiadamente mientras la peinaban para que diese la mejor imagen posible.

Al acabar, corrieron a la entrada.

-¿Estoy guapa, mamá?

-Estás perfecta. Cuidado con los tacones, creo que llegarás en quince minutos. ¿Puedes hacerlo?

-¡Claro que sí, cariño!-, exclamó el padre.

Y tras unos besos, caminó a paso patoso hacia la dirección dada.

La calle nevada ofrecía un frío alegre, casi puro si no fuese por las carreteras pisoteadas por llantas recién salidas de caminos de tierra. El aire olía ligeramente a campo, algo que le traía nostalgia a Matilda por estas fechas, pues el frío adormece los olores desagradables, y hacía de aroma para un camino de doce minutos llenados de esperanza y buen ánimo. Iba a conseguir ese trabajo. No podía dejar de sonreír y bailar disimuladamente mientras escuchaba música Funky. Casi resbaló un par de veces.

Llegó a la calle y buscó el número dieciocho.

La calle era de las más antiguas, donde perseveraron las casas de piedra victoriana pertenecientes a una vieja aristocracia. Ahora era un lugar decadente y triste, lleno de ancianos que esperan dar la herencia familiar tal cual la recibieron a sus descendientes.

La casa estaba al final, al pie de la calle. Parecía más grande que las demás por un halo de luz que atravesaba las nubes justo en el momento en el que Matilda miró el número.

Paró la música y se quitó los auriculares. Atravesó la puerta vallada en punta y antes de tocar la puerta, respiró profundamente.

Le dio un escalofrío.

Con el puño, tocó tres veces, no muy rápido, pero tampoco demasiado lento. Sintió como la casa se retorcía con su intromisión. Esto descorazonó a la joven como si fuese el presagio de un rechazo, de la inevitabilidad de tener que decepcionar a sus padres y ver sus caras de tristeza. `¡Voy!´, sonó una voz anciana y apagada.

La puerta se abrió. Matilda sonrió inmediatamente para la buena impresión.

-¡Oh, debes de ser Matilda! Pasa, pasa. Hace frío y no quieres estar fría -, dijo con ese tono alegre que una dulce abuela puede dar mientras insiste cogiendo el brazo de su huésped.

-Encantada señora…

-¡Ah! Me llamo Lucilda, pero llámame Lucy. Por favor, pasa. Puedes dejar el abrigo en el perchero. Aquí a la derecha está el salón. Ponte cómoda mientras traigo el té.

A Matilda le pilló tan de sorpresa la energía y la alegría que suspiros sonrientes le salieron involuntariamente. Estaba nerviosa, pero el alivió en sus ojos fue evidente hasta para ella misma. Dejó el abrigo en la percha y entró en el salón.

Era un salón amplio, con un par de sofás y otro de sillones. La mitad de la habitación estaba acristalada, como si hubiese un equilibrio perfecto entre hogar e invernadero. El rayo de luz que abrazaba la casa se apagó nada más Matilda echar un vistazo. Le alegró ese segundo de belleza y deseaba poder quedarse ahí para volver a verlo, y más tiempo.

`Supongo que ese sillón es donde se sienta la señora de la casa. Me sentaré lo más cerca a ella en el sofá. Seguro que notará confianza si estoy cerca sin ella haberme indicado dónde se sentaría. Mejor que usar el otro sillón, sería el de su difunto esposo y parecería que me sitúo por encima de ella ´, pensó.

Se sentó y antes de que pudiera valorar nada del salón, la anciana Lucy entra con una bandeja con un par de tazas de té y un pequeño plato con cuatro galletas. Tendría la tetera lista cuando llegó Matilda.

Pues dime, Matilda, ¿qué te parece el sitio? -, dijo mientras dejaba la bandeja en la mesita del centro y ofrecía una taza. La joven cogió la taza con ambas manos, tímida.

-¿Perdón?

-Ya sabes, ¿te agradaría trabajar aquí? -. Se sentó y dio un sorbo al té-. Bueno, apenas será un trabajo. Es solo ayudarme con las cosas mundanas. Mis huesos no son lo que eran antes-, dijo mientras se miraba su temblorosa mano izquierda.

Eehm, no conozco su condición, pero me encantaría asistirla, señora Lucilda, yo…

-¡Uy! No me digas cosas que me recuerden lo vieja que estoy, ¡ju, ju! Llámame Lucy, por favor. Y no te preocupes por nada, para eso están las entrevistas, para dar a conocer.

 -Vale, Lucy, perdón.

-Tampoco pidas disculpas. ¡Qué formales los jóvenes hoy en día! Tenía entendido que era lo opuesto. En cualquier caso, bebe, bebe, que se te enfría el té y tienes pinta de estar fría. Eso es malo para las articulaciones. ¡Te lo digo yo, ja, ja! Coge unas galletas también.

 Matilda le tomó un sorbo y cogió una galleta para ir mojándola en el té. Sabía a té oriental, agradable.

 -Es muy amable, señora, digo… señorita.

-¡Ya entiendes la norma básica! Estas hecha para la labor. ¿Sabes? Voy a contratarte, me gustas.

-¡¿En serio?!-, dijo Matilda sorprendida de lo rápido y sencillo que había sido su entrevista.

-¡Por supuesto! Mientras te acabas el té, te contaré un poco de cómo es mi situación y te enseñaré la casa, pero deja que vaya al lavabo. Ya sabes, vejiga vieja.

Y se levantó, dejó su taza en la bandeja y salió del salón. `Qué señora más excéntrica. Supongo que la única persona que puede llamarla vieja es ella misma. Creo que em irá bien aquí´, pensó mientras sentía la necesidad de sonreír.

Miró alrededor y vio un retrato colgado encima de la chimenea de dos jóvenes serios. La dama tenía pinta de ser Lucy y el brazo con el que se entrelazaba sería el de su marido. Le dio la impresión de que el marido estaba enfermo, como moribundo, pero con el orgullo intacto. `¿Qué habrá sido de él?´.

Empezaba a marearse. De repente, el sol la cegó. Esta vez no fue agradable y mantuvo los ojos cerrados por el mareo. Estuvo concentrada durante otros tres minutos para no dar mala impresión.

 -Matilda, ¿podrías venir?

Matilda se levantó como pudo.

-Lucy, me siento mal. Creo que debería volver a casa y volveré cuando me sienta mejor.

-Oh, una pena. ¿Podrías al menos ver esto?

 -Veo borroso, señora.

-Ay, pero es que mis ojos no me dejan ver si este escalón está roto. Podrás irte. Te llamaré un taxi. No te preocupes, yo te lo pago.

-Por favor, estoy muy mal.

 Matilda estaba pálida y se tambaleaba, ya no veía nada mínimamente nítido.

-Yo también te lo pido por favor. No puedo caerme o de por seguro no salgo de aquí.

  -Señora, no veo.

  -Mejor…

Lucy agarró a la joven desorientada y la empujó por la puerta abierta que daba al sótano. Matilda rodo y se escucharon huesos romperse.

La anciana enciende la luz y baja cuidadosamente, sintiendo el frío del subsuelo.

Miró a la chica inerte y una sonrisa hizo enseñar un blanco tenebroso, gris, de su dentadura postiza.

 Va hacia una mesa robusta que tiene encima una serie de cuchillos y serruchos tapados por un delantal industrial verde. Guantes no le hacían falta, ensuciarse las manos era lo mejor.

Eran las ocho de la tarde. Los padres de Matilda llamaron a Lucilda preocupados por no recibir noticias de su hija y se imaginaron que estaría aún en la entrevista o se habría ido con los amigos, pero no era normal en ella no avisar, menos con el tema del trabajo y la noticia de su resultado lo antes posible.

 

-¿Matilda? Sí, sí. Se fue hace horas. Le di el trabajo y se fue contenta después de tomar el té y tener una agradable charla. Empezará mañana. ¿Acaso no ha llegado a casa?

-No, señora. No es usual. ¿No dijo a donde podría haber ido?

-Lo siento, no sé. Espero que esté bien. Es una chica muy tierna-, dijo masticando lo que iba a meterse en la boca antes de que la llamasen.

-Bueno, siento molestarla en su cena. Qué tenga una buena noche.

-Igualmente. Feliz Navidad.

Lucy colgó el teléfono móvil y lo dejó al lado de la copa de vino. Agarró los cubiertos y comenzó a cortar la carne que tenía a medio acabar en el plato.

`Una pena. Se quedó fría´.

 

 

 

Elvis Stepanenko

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