Literatura

Los ojos cambiantes

Pablo Juan Rodríguez vivió durante toda su vida en la zona más alta de la montaña más escarpada de una isla colocada en el atlántico. Desde su minúsculo altiplano, como un centinela hecho al tedio, el anciano agricultor había avistado nubes blancas, grises, azules y verdes bajo sus pies, y al cielo brillar con el sol hasta llegar la noche encima de él.

El hombre viejo, como todos aquellos que llegan a su edad, tiene la sensación de haber vivido varias vidas.

Recordaba que, siendo ya mayor, ayudó a traer al mundo a tres niñas de distintas madres en una misma semana. Las tres chiquillas se lo agradecían todos los años haciéndole un regalo en la misma fecha de sus propios cumpleaños. A su vez, evocaba que, siendo joven, había colaborado en la ampliación del cementerio del pueblo más cercano. El cura se lo agradecía todas las semanas dejándolo entrar a misa y no cobrándole “la voluntad”. Asimismo tuvo, según le decía su débil memoria, la oportunidad de ser observador del nacimiento, crecimiento y muerte de dos o tres generaciones. Pablo Juan nunca supo claramente cuál era el número exacto, del mismo modo que no podía afirmar si habían sido diez u once los años seguidos que había recibido la distinción al hombre que menos saliva había gastado en palabras durante el año, o si eran dos o tres las medallas a mejor cultivador de tomates, o si eran trece o quince los trofeos al más destacado oyente de paisanos que venían a vomitarles sus problemas. Sobre esto último se rumoreaba, como se rumorea al estilo de las personas que viven en los pueblos, que el cura le tenía celos.

Se cuenta que nunca pronunció una mala palabra, que jamás habló de más, que sonreía poquito pero era cordial, además de ser impecablemente respetuoso.

También se contaba que cuando el sol brillaba el iris de sus ojos se tornaban en un verde intenso que, en su poderoso magnetismo, llamaba la atención de todo aquel que lo miraba. Y que cuando el mundo se volvía gris ese mismo iris se volvía amarillo, como si Pablo Juan fuera de pronto un gato que observa. Y cuando oía miserias, problemas, lamentos y desdichas sus globos oculares sangraban y el rojo intenso chillaba de agonía.

Al mismo tiempo, se discutía sobre si era verdad que cuando agachaba la cabeza por la mañana y no la levantaba hasta la noche, pendiente de su pequeño terrenito, sus ojos acababan siendo tierra marrón profunda. Pero en lo que si coincidía todo aquel que lo conocía, es que cuando la oscuridad lo invadía y los brujos urdían nigromancias bajo el amarillo de las estrellas, todo en él era negro nauseabundo, también sus ojos.

Pero nunca se quejó, lamentó o dijo nada, no gastó ni palabras ni saliva ni tiempo en contarles a los gatos desconfiados, al amor seco enamorado de los pantalones, a los clavos oxidados que hicieron el intento de sacar a otros clavos o a los hombres, nada de lo que en él sucedía.

Un día su arcaico rostro hierático se meneó y sus ojos empezaron a expulsar lágrimas de pronto, como dos manantiales con agua clara y oscura al mismo tiempo. Días, semanas, incluso meses plañó silencioso aquel humano, que en su minúsculo altiplano se hallaba, mientras lagrimones de colores rojos, verdes, amarillos, negros y marrones caían. Su cara era un mono usado de pintor de brocha gorda. Un arcoíris.

Cuando todo acabó y dejó de llover, Pablo Juan Rodríguez dibujó en su boca, en el epicentro de una multitud de pigmentos, la sonrisa más preciosa que se había visto por aquellos lares en años. 

 
 
 

Borja Izquierdo Marrero

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