Literatura

Sueños de cacique

Don Robustiano Lorenzo Camacho era cacique, de estos que manejan vidas y haciendas. De esos que siempre se sintieron poseedores de las islas en las que habitamos y, como tal, procedía de una de ellas. No sabemos cuál, porque su historia está compuesta de muchas historias, escuchadas en tantas partes de nuestra desgraciada geografía.

Resulta que Don Robustiano no siempre había sido así, muy al contrario, nació en la miseria y es de esas personas que se “hacen a sí mismas”, en parte trabajando mucho, en parte robando como cosacos. Quizás le hace más justicia el dicho de que “nadie se hace rico trabajando”, a no ser que el oficio de bandido tenga consideración gremial.

En parte, su consideración de muerto de hambre mil leches (como semos los canarios) lo tenía preocupado, porque sabía que para los grandes señores a cuya sombra había mamado y crecido, no era más que una rata malparida nacida del fango, como casi todos los isleños infelices a los que reventaba y robaba a espuertas. Había intentado ir a no sé qué laboratorio de Suiza para que le inyectaran pura sangre aristócrata, pues eso de poseer tantas cosas pero tener parentela y origen pobretón, no iba mucho con él.

Como hombre de familia y responsable tenía una gran prole, instruida en los pormenores del bandidaje y el latrocinio, colocada en diversos puestos destinados a manejar el legado familiar, mediante la compra de voluntades populares, los pelotazos de variado tipo, el miedo y el abuso. Vamos, el oficio de todo buen cacique e hijo de…cacique.

También tenía a su lado una señora esposa muy fiel y dedicada a su persona, pero que gozaba de una cornamenta tan grande como la altura de las mayores montañas del insular terruño. Se comentaba que cuando los aviones aterrizaban en la isla debían avisar a Don Robustiano, no fuera que se estallaran contra las montañas cuerniles y ocurriera una desgracia. Y es que, como buen cacique, Don Robustiano se tiraba a todo lo que se le pasara por delante, incluidas algunas empleadas de almacén a cambio de mantener el puestito en el que les sacaban el cuero.

El control del agua y de la tierra siempre fue su obsesión. Había secado fincas, dejado a gente sin trabajo y sin paga, extorsionado, robado, metido a miles de personas en el juzgado por su ansia de antiguo miserable, pero sin entrañas, con ganas de poseer la luna si hacía falta. El amor al prójimo y el respeto a los demás no existían en su credo, pues los escrúpulos nunca habían ido con él.

Tenía muy claro que eso era para los desgraciados que trabajaban para él y para otros, que no iban a ser más que desgraciados toda su vida, como sus hijos y sus nietos. En fin, ganado para él, los suyos y sus señores, que para eso también se debían a alguien superior. Porque en la vida tiene siempre que existir gente arriba para que exista gente abajo y al revés, eso Don Robustiano lo sabía muy muy bien. El ser humano no puede existir sin joder o ser jodido, o al menos ese era su credo.

Tenía controlado el teatro y la manipulación de cualquier instancia judicial, hasta tal punto de que siendo caminante habitual de kilómetros todos los días, en los tribunales pedía a sus familiares que lo ayudaran a levantarse, mientras lloraba delante de los jueces para hacer ver que era un pobre viejo que no se metía en problema alguno, aunque hubiera tenido un juicio la semana anterior. Si algo no le faltaba a Don Robustiano era una cara que se la pisaba, porque para ir de gran señor siendo un laja y un cuatrero de mucho cuidado, había que ser carota.

Y vaya que si Don Robustiano era carota, tan carota que para aguantar un par de piñas si la tenía, pero como había cultivado el miedo a su persona durante años, y antes sus amos asesinando impunemente durante la guerra, sabía que nadie le chistaba. Sin embargo, el mal que atesoraba Don Robustiano en su alma era que apenas tenía admiradores o gente que lo quería. Sabía que casi todo el mundo, incluso muchos que trabajaban para él y le reían las gracias, en el fondo de su alma lo despreciaban y rajaban de forma inmisericorde a sus espaldas.

Sabía que era normal la crítica a su persona y es que si la haces la pagas, aunque el miedo, unido a la cobardía y costumbre de los isleños de masacrarse entre si antes que a los que les joden la vida, les permitía tener impunidad, pese a la enorme tristeza de estar para mal en la boca de la gente. Se contaba que pedía que alguien le rezara el mal de ojo o que mataran alguna gallina a las potencias, porque no es normal que una persona aguante tanta mirada o tanto desprecio sin que se caiga a pedazos en vida.

Aunque si algo tenía en mente Don Robustiano, en sus ánimos de controlar todo, era un sueño profundo e interno que le hacía temblar las verijas todos los días, antes y después de hacer de vientre. Y no se trata de tener tribunales, políticos, aduladores y lacayos, que de esos tenía bastantes. No en vano el mundo está lleno de pústulas y podredumbre. Quería ir un paso más allá y en su deseo de control quería no ya poner precios abusivos por el agua, o acumular más y más tierra.

En el culmen de su deseo estaba envasar y cobrar el aire, pues si ya lo hacía por el agua de la forma en que lo hacía (algo ridículo en estos tiempos), no entendía como la gente podía respirar sin su permiso y consentimiento. Para hacerlo les dio prisa a sus empleados en concejalías, cabildo y gobierno, a la hora de que redactaran algo que sirviera para ello. El dinero no faltaría, pues él no era romano y si podía pagar a todos los traidores que hacían falta.

Estaba muy avanzada la ley, pero las protestas ciudadanas, algunos medios díscolos y una oposición que Don Robustiano nunca habría esperado, empeoraron su salud. Al final, pese a tanto sueño y tanto dinero, la muerte llamó a su puerta y se lo llevó. Don Robustiano había esperado que toda su fortuna y grandes dineros lo acompañaran a la tumba, porque eran poco menos que una señal de que contaba con la aprobación de los cielos.

Sin embargo, al despertar, se encontró al lado de don Atanasio Castillo Cánovas, junto a varios grandes señores históricos de la isla (Pollios, Socagadores, Balas de Mamadillas, Banotes de Lapos), capataces, políticos, sus abogados y gente de baja calaña que lo sirvió bien como chivatos y lameculos. Todos sin propiedades de ningún tipo, desnudos como habían venido al mundo y como única agua aquella que hervía en el caldero en el que estaban guisándose bajo los golpes de diablos que miraban y escupían con maldad.

En un principio Don Robustiano se reía, pese al dolor, pues sintió admiración por los demonios, ya que estimaba su capacidad para hacer el mal, algo en lo que había destacado y no en vano por ello estaba allí. Pero la risa se tornó en llanto cuando una pantalla de plasma infernal mostró a sus antiguos mandados, muchos de los cuáles sufrieron horrores y juicios para cobrar lo que él les debía, bastantes mujeres a las que había engañado y algunos rojos díscolos a los que odiaba, disfrutando en un prado lleno de lujos, al lado de un enorme manantial de agua sin tino, en lo que suponía con razón que era el cielo…

Ahí rompió a llorar y comprendió que aquello sería por toda la eternidad, junto a lo terriblemente equivocado que estaba por haber jodido a tanta y tanta gente, bloqueando el adecuado progreso y estabilidad de las nuevas generaciones con sus manejos mafiosos, al tiempo que toda aquella buena y pobre gente que no fastidió a nadie, o al menos no a su nivel, estaba en el lugar que le correspondía, entre lujos y fiestas, para siempre.

En las desgraciadas ínsulas, mientras su cuerpo se pudría apestando en el nicho familiar, sus herederos se peleaban rapiñando la fastuosa herencia, para repetir el ciclo. Robarían, estafarían, hundirían a mucha gente y al final se reunirían con papi en los infiernos…En definitiva, los sueños de cacique sueños son, porque nadie se lleva nada cuando muera, salvo lo que hace….

Pedro Pérez “El Gasio”

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