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La clase obrera en dos escenas

ESCENA PRIMERA

Hay un momento en “Casablanca” donde Rick le recuerda a Ilse la primera vez que se vieron en París, “los alemanes iban de gris y tú ibas vestida de azul” le dice. En esa frase, el hombre duro, el cínico de Casablanca hace patente su ser más íntimo, en realidad era un romántico y un idealista desengañado por la vida y los fracasos. París aparecía como el decorado perfecto de los mejores días de un amor frustrado, haciendo honor a su fama de ciudad luminosa y festiva, en una de las películas más hermosas de la historia del cine.

Ese París romántico existe por supuesto, lo mismo que aquel donde se han desarrollado acontecimientos históricos de consecuencias sísmicas, de cortes civilizatorios que han marcado el devenir de los tiempos, con una pulsión revolucionaria e irreverente que tal vez forma parte de lo más acentuado de su personalidad: la Revolución Francesa de 1789, la Comuna de 1871, Mayo del 68… estallidos que tiñeron los adoquines de sangre pero también de gloria. El movimiento de “Los chalecos amarillos”, que la pandemia tiene paralizado, es la última manifestación de vivir tan peligrosamente.

Su monumentalidad empaquetada en novelas catedralicias, los poetas que inventaban el arte del mañana con un siglo de anticipación, los maniquís “vestidos de tul con la mirada lejana y azul”, como canta Serrat, que saludan desde los escaparates, los jóvenes latinoamericanos que se descubrían escritores desde una buhardilla de Montmartre, la Enciclopedia, la costumbre de dejar caer la guillotina sobre el cuello de algún noble, las vanguardias artísticas creadas durante las ensoñaciones que provoca el absenta, la tertulia en los cafés de Saint Germen de Pres, la tumba en el Pere Lachaise…eso también es París. Dicen que corrientemente siempre fue una fiesta, una orgía para los sentidos a pesar del cartesianismo racionalista francés. Ya universalizada, “glamour” es una palabra más parisina que francesa.

Pero a veces ocurre que París pierde el laurel y deviene un lugar vulgar donde transcurren vidas en gris elemental, un espacio ordinario donde tejen su existencia los muñecos rotos sin futuro que, en ocasiones, ya llevan en sus bolsillos la botella medio vacía del clochard, en estancias oscuras donde humean ollas podridas.

Este último es el París de “Los golpes”, la novela que Jean Meckert escribió en 1936 y fue publicada en 1941. Para el tema que nos ocupa, digamos que es la clase obrera sin policromar, sin idealizar, la que le pega a su mujer, la sepultada en pisos mugrientos de suburbios despersonalizados donde se marchitan las ilusiones de personajes tiernos, adorables y desgraciados como Paulette o envilecen aún más a mezquinos y brutales como Félix. “Los golpes” es la radiografía de una época y de una clase, desgraciadamente presente en muchos de sus rasgos. Todo ello difícil de digerir.

Aborda lo políticamente incorrecto, la alienación y el entretenimiento vacuo de las clases trabajadoras, sin más horizontes que “pasar una tarde entretenida” en un lugar donde matar el tiempo. En la terminología del socialismo clásico diríamos que las condiciones objetivas no se corresponde con las subjetivas, resultado de la propaganda, la falsa conciencia y el ocio alienante. Veamos un pasaje: “el domingo fuimos a un mitin comunista en Vincennes (…). Allí Paulette y yo nos hartaríamos de falsas promesas (…) y nos rodeaban engatusándonos con insignias rojas. Acababas lanzándoles 20 francos para que te dejaran en paz”. “Es el pueblo, ¡¡un horror!!, se dice en algún momento de la novela.

Lo cuenta alguien que perteneció a los más bajos estratos sociales porque Jean Meckert sufrió la pobreza, el abandono, el hostigamiento, la humillación y los trabajos precarios, la enfermedad y la brutalidad del sistema al que siempre osó enfrentarse. La dura vida de sus personajes  hubiera sido su mismo destino si no fuese por el talento que albergaba y hubiese descubierto y explorado su faceta de escritor. Su filiación anarquista libertaria lo convirtió en un librepensador dotado de una pluma ácida y punzante, sin concesiones, de frases cortantes y abruptas como cuchillas de afeitar. Después de una serie de novelas negras que le proporcionaron fama y fortuna y fiel a su talante rebelde publicó “La Vierge et le Toureau” en la que denunciaba las pruebas nucleares francesas en Polinesia. Posiblemente este fue el motivo por el que unos desconocidos lo apalearon hasta casi matarlo en 1975, a partir de ese episodio llegaron la depresión, la amnesia y la epilepsia. Así vivió hasta su muerte a los 84 años. 

Es reconfortante verlo en una foto de madurez, el cigarrillo encendido en su mano derecha y la mirada concentrada en algo que despierta su interés o simpatía, la frente despejada y el bigote recortado sobre unos labios que esbozan una tímida sonrisa. Es un instante de felicidad en una vida atormentada, como esos insectos que se mantienen perfectos atrapados en una lágrima de ámbar que los pilló desprevenidos pero que también los ausentó del transcurrir del tiempo, ese gran aniquilador.

ESCENA SEGUNDA

Guillermo Cabrera Infante fue un escritor cubano amigo de los juegos de palabras, los retruécanos, las aliteraciones… por eso hubiera aprobado llamar al amianto “el asesino silente”, dos sílabas que se repiten en dos palabras seguidas otorgando musicalidad a la frase entera.

El amianto es un elemento que, silenciosa pero letalmente, conduce a la muerte. “Cualquiera diría que estamos hablando del capitalismo, de su ya larga historia de crímenes contra la clase trabajadora y contra la naturaleza”, dice Isaac Rosa en el magnífico prólogo de “Amianto. Una historia obrera” (2012) de Alberto Prunetti. “Amianto” es un hermoso libro porque hace lírica de una profesión en todo caso épica, la de soldador tubero. Un soldador sabe de tuberías, remaches, tuercas, metales, radiales y, por supuesto, sabe soldar, pero poco o nada de estas funciones son dadas a la poesía, salvo si el soldador tubero es tu padre y entonces penetran en el relato los sentimientos y la emotividad. Los escenarios incluso, son más idóneos para las metáforas bélicas que para la cadencia bucólica: acerías, centrales eléctricas, altos hornos, grandes contenedores de hidrocarburos…donde la exposición a los gases nocivos, a las quemaduras por ácidos o a ingerir las partículas  “de toda la tabla de Mendeleiev”, acaban con  el organismo, como en el caso del protagonista de este libro Renato Prunetti, reventándolo por dentro.

Pero “Amianto” aparte de una obra social y de denuncia, es también una elegía al padre muerto, como lo hiciera Jorge Manrique en “Coplas a la muerte de su padre”, una oda al amor paterno filial en la línea de “El olvido que seremos” de Héctor Abad Faciolince. Lo particular de “Amianto” es que al padre no lo mata el tiempo o los escuadrones paramilitares colombianos sino la desidia y el desinterés, o el interés, de patronos y empresarios que no equipan a los trabajadores con la protección adecuada y necesaria para esos trabajos considerados penosos.  Al final, una fibra de amianto termina alojándose en sus pulmones y, lenta y agónicamente, lo hace prematuramente viejo y prematuramente muere. En realidad podemos decir que son asesinatos puesto que se sabe desde hace mucho tiempo que el amianto mata, son asesinatos porque las empresas están obligadas a informar por ley desde 1995 y, sin embargo, callaron cobardemente, homicidamente. La autopsia podrá decir que la causa de la muerte es por mesotilioma o asbertosis, por cáncer de pulmón las más de las veces, o de laringe, o de ovarios en aquellas mujeres que después del trabajo lavaban la ropa de sus maridos sin conseguir saber qué era aquel polvo blanco que llenaba pliegues, arrugas y bolsillos, ignorantes también ellas de lo que había en sus manos desnudas. En realidad, quien mata es el amianto, pero eso no sale en el informe de la autopsia. Y, digámoslo, mata un sistema económico sustentado en la avaricia, el lucro, la cosificación de los trabajadores, la acumulación de capital y la deshumanización que tritura a los más vulnerables. Ya se sabe ¡¡ Es la economía, estúpido!!

Y a pesar de todo esto, Alberto Brunetti nos adelanta una tesis brutal, una verdad que nos noquea como si nos hubiese golpeado Mohammed Ali: su padre vivía mejor que él. Aunque se quedó casi sordo por el ruido permanente de las máquinas, y murió por el amianto y la falta de equipos de protección adecuados, la generación de su padre tenía contratos fijos y estables, mantenían a sus familias con dignidad y pertenecían a sindicatos con poder movilizador, si llegaban a viejos la pensión, siempre escasa, les alcanzaba. Ahora el trabajador se ha mimetizado con sus propios productos de caducidad acelerada, la precariedad es su nicho natural y los sindicatos han perdido su papel protagónico desde los días de Thatcher y Reagan, el capitalismo triunfante socavó su acción y sus argumentos.

En Canarias tenemos 23 centros escolares con fibrocemento, esto es, con amianto en su construcción. Si no se altera su estado no es un elemento corrosivo, pero si se descompone o algo provoca su ruptura sí lo es y puede producir el envenenamiento de quienes se encuentran a su alrededor. Son centros que tienen más de 40 años de existencia, 40 años al sol y a la sombra, 40 años de buenos y malos tiempos meteorológicos y económicos, 40 años de olvido, 40 años de falta de presupuesto, por supuesto, son de titularidad pública. Si 20 años no es nada, como cantaba Gardel, 40 años es el doble de nada, nada de nada.

En el vertedero de Zaldívar, construido en 2012, donde han muerto sepultados dos trabajadores, se descubrió amianto. Nada menos que 16.148 toneladas, por lo que paralizaron durante un tiempo las labores de búsqueda de los cuerpos. El vertedero no tenía permiso para almacenarlo si no estaba señalizado y “estabulado”, y no lo estaba. Pero hay otras preguntas inquietantes, ¿quién lo llevó y cómo lo transportó hasta acabar allí? La lógica y la experiencia nos indican que trabajadores sin conocimiento alguno del peligro y sin equipos adecuados para su manipulación. El caso del vertedero de Zaldívar se saldará con nuevos muertos en el futuro.

En el metro de Madrid había amianto y la empresa pública de la Comunidad de Madrid que lo gestiona (Metro Madrid) lo sabía desde principios de los años 90. El personal encargado del mantenimiento y la reparación, sin protección alguna, inhalaba lo que se ha dado llamar “la muerte blanca”, pues blanco es el color del polvo de amianto. Hasta hace 4 años no había enfermos pues el envenenamiento es letal, pero progresivo. Ahora ya hay 6 muertos, por el momento, que requieren justicia, reparación y recuerdo, pero en nuestra sociedad no se levantan estatuas a los trabajadores ni se les considera próceres de la patria, de mala gana algún documento burocrático expondrá el nombre de las víctimas, pero no a los verdugos.

En la bodega de un barco atunero (“¡qué valientes barquillas atuneras”!) dos pescadores tratan de tapar la herida por la que se desangra un tercero, que yace en el suelo tendido sin fuerzas, viendo venir la muerte. Se trata de un cuadro de Joaquín Sorolla que lleva por título “¡Aun dicen que el pescado es caro!”. Pues eso.

Dicen que la clase obrera ha muerto o se ha reducido a algunas profesiones u oficios que se desarrollan en fábricas o instalaciones que requieren un trabajo presencial en un espacio físico a la antigua usanza, no cuentan, por tanto, las profesiones que se ejercen desde casa por vía digital ni aquellas que tienen que ver con las nuevas tecnologías, por muy menguados que sean sus ingresos y precarios sus contratos. Un absurdo, recordando nuevamente a Jorge Manrique diremos que existen, tantos siglos después, “los que viven por sus manos y los ricos”.

 Gerardo Rodríguez (miembro del Secretariado Nacional del STEC-IC)




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