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Reflexiones en torno a la Bandera Nacional Canaria, los sentimientos identitarios y la forma en que se construyen imaginarios colectivos

La polémica decisión de prohibir la entrada de la tricolor (la de las siete estrellas, la del pueblo obrero que luchó contra la dictadura y la que reivindica el derecho de los canarios y canarias a autogobernarse) al campo del C.D.Tenerife, esconde tras de sí algunas enseñanzas que me gustaría traer a colación.

El Estadio Heliodoro Rodríguez López tiene un aforo de 22.500 personas. El jueves entraron 13.925 para presenciar el partido de Copa del Rey que enfrentaba al R.C.D. Espanyol contra el Tete. Allí se pudieron observar multitud de banderas tricolores, pese a la prohibición de la Liga de Fútbol Profesional y el acatamiento (aparente) del Club chicharrero. La mayoría de dichas banderas, estaban ubicadas en la grada popular conocida como General de Pie, que hace uso habitual de dicha simbología, más concretamente un sector de la hinchada, ocupado por el Frente Blanquiazul.

Algunas otras se podían ver repartidas por el estadio, puntualmente y de manera escasa. También apareció una pequeña bandera española rojigualda, que desapareció en la segunda parte. El porcentaje de banderas en relación al público asistente es en realidad bajo, sin poderse concretar, pero vamos a decir que menos del 10%. Lo cual extrae algunas conclusiones (propias), a tener en cuenta pues podría ser perfectamente ilustrativo del panorama existente en las Islas en cuanto a posicionamiento político.

Dicha minoría, no sólo no fue secundada en sus gritos y cánticos por el resto del estadio (como podía suceder en los tiempos gloriosos del Club, en donde la grada de General contagiaba de entusiasmo y lemas al resto del público, excepto quizás a Tribuna, a donde más bien se dirigían cánticos sarcásticos y con cierta ironía), sino que hasta cierto punto y en determinados momentos, generaron cierta tensión palpable. A esto hay que añadirle que, aunque  cualquier integrante del público hubiera querido sumarse a los cánticos del Frente, no hubiera podido hacerlo de encontrarse en las gradas opuestas, por existir un grupo de músicos que tocaban instrumentales, que iban desde el Paso Doble Islas Canarias hasta el «a por ellos» popularizado por los hinchas de la Selección Española.

Algo parecido sucede con la población en Canarias. El sentimiento nacional y más particularmente el que apela a la autodeterminación y descolonización del Archipiélago, como una realidad factible a medio/largo plazo, se ha convertido en minoritario. Minoritario pero resistente. Y es que al igual que en el estadio, los que más ruido, aplausos, cánticos y afición demuestran son esa minoría, que parecía moverse de forma autónoma a la inercia general, cuando saltaban al unísono. Como un cuerpo vivo y agitador, dentro de una gran masa de espectadores distraídos. Distraídos en increpar al contrario, al árbitro, en alentar a los suyos pero todo ello, de una forma individualista y efímera. La pasión, la lucha y sobre todo la resilencia la exhibieron sin duda los integrantes de esa corta aunque alborotadora minoría. Exactamente igual que en la sociedad canaria. Cuando el club pasa sus peores momentos, ellos no faltan, con sus cánticos, sus banderas, sus coros, su alegría y su fe. Cuando el Club está arriba, ahí están ellos dándole color y brillo al triunfo. Pero sobre todo ahí están siempre, llueva, haga frío o calor, en las buenas o en las malas.

Una minoría que, pese a la corriente dominante mayoritaria, en Canarias siempre ha supuesto la base auténtica de lucha y defensa por los derechos y libertades como individuos y como colectivo. No hablo sólo de los independentistas como tales, sino de toda aquella gente que lucha y milita en sus respectivas causas desde barrios, pueblos, asociaciones y organizaciones. Todos ellos, en esa lucha prolongada, han coincidido en dos cosas: formar parte de esa minoría alborotadora en mitad de una masa de gente distraída,  hasta cierto punto desorientada y contrariada, y adoptar la enseña tricolor como distintiva de una lucha popular, que en Canarias une la histórica lucha contra la dictadura a los más actuales tiempos de autonomísmo monárquico de ultraperiferia.

Esa minoría que resiste los envites del españolismo estatal, que más allá de la historia, la genética, los tratados internacionales y la administración pública, ha tratado de ningunear el sentimiento nacional canario para diluirlo en forma de bochornoso folclore hispano. El nacionalismo español en Canarias se ha hecho fuerte, pero aunque hayamos podido presenciar estos días un auge del sector más derechoso y monárquico (con banderas rojigualdas en balcones y ventanas, algo impensable 20 años atrás), sigue siendo un sentimiento no compartido del todo por el conjunto de canarios y canarias. No como sentimiento, pero sí como ideología. Y en esto quizás tiene la culpa la metodología y capacidades que ha demostrado esa minoría alborotadora, pero coherente con su lucha. No se ha sabido sacar de ese sector de la grada social, los argumentos y reivindicaciones que posibiliten un argumentario sólido con el que contagiar de rebeldía a esa gran masa de espectadores.

Los unos siempre han estado ahí, con sus banderas y cánticos, con sus ideas y organizaciones en las buenas y en las malas, llenando de color y sentimiento identitario el gran estadio que representa la sociedad canaria. Los otros, esa masa social indeterminada, cada vez se han visto más influenciado por el poder político y mediático del nacionalista español, que con un discurso desmantelador, ha conseguido cercenar del imaginario popular aquellos símbolos e ideas que pudieran resultar peligrosas para el actual modelo y sistema. Modelo que ha llevado a Canarias a ocupar el último puesto (sólo superado por dos regiones Rumanas y una Búlgara) en riqueza repartida, de toda la zona europea. Es decir estamos a la cabeza en pobreza y exclusión social, además de en otras listas infames. Curiosamente, mientras que en regiones como Catalunya, la búsqueda de autogobierno y dignidad (más allá de las maniobras partidistas e instrumentalizadoras de la derecha catalana) provienen de su sentimiento de generar más riqueza de la que reciben (simplificando mucho el tema), aquí en la colonia, ni siquiera el ser un territorio sumamente dependiente por conveniencia externa, motiva el auge de ideas que pueda conducir a retomar la situación y cambiar los paradigmas productivos.

Ni siquiera encontrarnos en los máximos históricos de explotación y generación de riquezas derivadas del monocultivo predominante, esto es el turismo y paralelamente también en los mínimos de calidad de vida, salud, educación, equilibrio poblacional y sostenibilidad ecológica a corto plazo, suponen razones suficientes para romper con la inercia de dependencia que tristemente tiene sus raíces bien desarrolladas en las instituciones, de mano de un partido predominante, ambiguo, sumamente corrupto, traidor, elitista y desvergonzadamente nacionalista español pese a decirse lo contrario.

Con todo, se puede decir que si el Heliodoro ayer, apenas superaba la mitad de su aforo, en la sociedad canaria actual sucede algo parecido cuando a la participación política se refiere. La mitad de la población no participa de la política en ninguna forma, ni tan siquiera votando, que es la que deja el régimen parlamentario, como salida a la inquietud ciudadana en el devenir y toma de decisiones que habrán de marcar sus vidas. El desinterés es amplio, casi mayoritario; y de quienes sí participan, la gran mayoría lo hacen convencidos de que no pueden estar peor refrendando resultados que, año tras año, les lleva a estar efectivamente peor, en un círculo vicioso del que no tienen mayor control que el de sentarse en su asiento y observar el partido.

Mientras, esa minoría digna y alborotadora, salta, grita, canta y exhibe de pie, sus símbolos de disconformidad, mientras el resto observa, entre emocionados y escandalizados, sin saber del todo cuál es su papel como sociedad en una encrucijada histórica que habrá de definir de una vez, qué lugar tiene cada pueblo en el mundo, de sus gentes y de sus ideas.

 

Carlos A. Guilarte

 

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