Literatura

La guerra entre el Diablo y la Parca

La Parca, defensora de la muerte y amante fiel de la vida. Sin vida no hay muerte, sin muerte no hay vida. La Parca siempre romántica, oscura y elegante. No esquelética, sí hermosa. Ella es la representación de toda tragicomedia humana, y no solo a humanos toca, pues ama también al ser viviente más insignificante que respira.

El Diablo, defensor de la destrucción de la vida mediante la autodestrucción. El Diablo es la vida misma para la Parca. El Diablo es vulgar pero elegante. Vivo pero carcomido. No hermoso pero sí atractivo. Es la corrupción de todo lo que respira. Si ella es tanto la vida como la muerte, él es la corrupción de ambas. No ansía más que ver como todo arde, pero no quiere que ese fuego se extinga, que muera, y eso nunca le ha gustado a ella.

Antes de que se viesen en el campo de batalla, ella con sus oscuras vestimentas decoradas de brillos ocultos de la armadura y él con una armadura que solo mostraba vulnerabilidad, se amaron sin agresión alguna. Se conocieron nada más nacer, y desde el primer instante mantuvieron los labios pegados, él agarrando la cintura de ella y ella acariciando su cara. Ese instante, ese momento imperceptible duró al mismo tiempo la eternidad y la miseria del tiempo. Durante ese roce, solo satisfacían su pasión y admiración que sentían mutuamente, pero si realmente se amaban, debían luchar entre sí. Y ahora estaban de pie, rodeados de cadáveres y embadurnados de sangre, mientras se miraban a los ojos con la nostalgia de aquél pasado. La armadura de ella consistía en una armadura plateada como la luna embrollada en una toga negra vieja y desgastada, pero limpia. La armadura de él se basaba en tiras de cuero negro con tela roja; la tela era de un rojo tan intenso que no sabrías decir si estaba teñida con las llamas del Infierno o con la sangre de los caídos. Ella defendía y se protegía. Él se movía y atacaba. La agilidad tendría que superar a la astucia si quería conquistar el mundo. Ambos seguían mirándose a los ojos mientras las lágrimas tocaban acero y cuero. Cuando las lágrimas de ella tocaban el pálido acero, éstas se congelaban. Cuando las lágrimas de él tocaban la roja tela, éstas se evaporaban.

¿Qué pasó para que llegasen a tal punto? ¿Falló el amor? No. El amor les llevó a la lucha. Sin amor no habría lucha, no habría batalla eterna, ni vida… Ambos eran títeres del destino, ambos luchaban mientras lloraban porque no podían evitarlo. Eran esclavos del destino, mas no habría destino sin esta lucha. ¿Quién es esclavo de quién? Todos son esclavos del amor.

Ella desenfunda su espada con la diestra mientras agarra fuertemente su escudo. Él desenfunda las dos espadas curvas que lleva en la espalda. Ella lleva el brillo y el color de la luna. Él lleva el ardor y la desolación del fuego.

Un paso hacia delante dan ambos al mismo tiempo. Saben lo que les depara el futuro. Siguen llorando. Otro paso. “Muerte… te amo” dice él. “Vida… te odio” dice ella. A siete pasos están. Otro paso más. Y otro. Y otro. Queda medio paso entre los dos. Ambos no vacilan.

Ella bloquea la diestra de él, pero es atravesada por la zurda. La espada del diablo parece una sierra curva. La muerte se retuerce y se pega al Diablo. Pega su frente a su caluroso pecho. “En realidad me resulta imposible odiarte” le dice. Va a caer de rodillas, pero el Diablo la sujeta. Ya no lloran. Sonríen. El Diablo se retuerce, pues el plateado filo le ha atravesado el estómago. Tanto él como ella se sostienen mutuamente. Se miran a los ojos, pero ya no lloran. Sonríen y acercan sus labios. Cierran los ojos y se besan. Recuerdan ese primer beso, esa primera sensación de amor. Aprietan los ojos fuertemente y se desvanecen. Vuelven a estar cara a cara, rodeados de cuerpos y bañados en sangre. Vuelven a mirarse a los ojos y a llorar… vuelven a dar un paso, y otro, y otro…

 

 

 

 

Elvis Stepanenko

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