Literatura

El gatillo

Adán era un chico de diez años. Podría decirse que era un niño frágil que no estaba hecho para un mundo que representaba la crueldad. Había nacido para llegar a ser un nuevo hombre de una sociedad que sería amable con todos, donde la violencia tiene significancia primitiva. Desafortunadamente, Adán  no nació en dicho entorno y, tal y como sintió durante su corta vida, creía, sabía, que ese mundo en el que le tocó vivir no tenía hueco para alguien que sería considerado débil.

Cuando volvía del colegio a casa, siempre lo hacía cabizbajo porque, aunque sus compañeros ya eran suficientemente crueles con él, tanto verbal como físicamente, no le esperaba consuelo en casa. Siempre caminaba tembloroso como si el frío se apoderase de él, aunque hiciesen treinta grados, y a medida que se acercaba a lo que debería ser considerado su hogar, sus ojos progresivamente se iban humedeciendo. A pesar de todo, los veinte minutos de paseo le servían como minutos de reflexión, y a pesar de su terror y pena, siempre encontraba en su vacío un atisbo de consuelo. Sentía que era el único momento de su existencia que le daban paz, siendo estos cortos minutos sus mejores amigos, sus únicos amigos, que a cada segundo iban yéndose, abandonándole para volver al día siguiente. Era fundamental recobrar aliento tras la escuela, pues de camino a ella, siempre estaba lo suficientemente dormido como para sentirse muerto y no quejarse internamente de las magulladuras que normalmente tenía decorando su cuerpo.

Adán siempre volvía a casa para oír los violentos gritos de su padre desempleado y alcohólico, donde su furia caía sin remordimientos sobre su madre y, al ver a su pequeño, frágil y escuálido hijo, le mandaba a su cuarto para que no interrumpiese su trance con la mujer con la que se casó por “amor”. Hoy, la rutina de Adán pesaba más de lo que jamás lo había hecho y, hoy, no era capaz de humedecer sus ojos. Hoy, sentía odio en vez de pena y dolor.

Cuando el pequeño chico llegó a la puerta de su edificio, tomó aire y agudizó el oído para escuchar los gritos de su padre a medida que subía las escaleras a la tercera planta. Se paró al llegar a la segunda, pudiendo ya oír a su padre, tomó aire y esprintó hacia arriba. Mientras subía, sacó las llaves de su bolsillo y entró sin dudar a su hogar maldito. Nada más abrir la puerta, vio al fondo del pasillo a su madre en el suelo, con un vestido de flores que siempre le favorecía y un ojo morado empapado por sus lágrimas. Adán vio a su padre, en postura dominante y gritona, insultando a su mujer y acusándola de mirar a otros hombres, aunque ella solo salía para hacer la compra, normalmente con unas gafas de sol para que la gente no pudiese ver su condena. Aunque ella supiese que la gente sabía que si entraba a un supermercado sin quitarse las gafas era porque escondía un moratón, ella se sentía protegida, pero no normal.

Todas las noches, después de las buenas noches de su padre, Adán y su madre hablaban sobre cómo les fue el día. Obviamente, ambos sabían que solo había desgracia, pero mentían y se inventaban historias en las que algunas veces ella había ido a otro país y visitó maravillosos lares o él logró un buen amigo, normalmente un chico que venía por un día como estudiante de intercambio, siempre de personalidades distintas y siempre de un lugar distinto.

Adán no podía aguantar más y finalmente su mundo se convirtió en uno de voluntad y no de autocompasión. ¡Basta de ser víctima!

Corrió al cuarto de sus padres, abrió el armario y cogió la cajita que contenía la pistola de su padre. Estaba cargada y lista para cumplir la sentencia de un monstruo que no merecía la paz de la muerte, pero era mejor a que siguiese contaminando este mundo con su aliento.

Volvió al pasillo, y en el mismo escenario en el que una mujer lloraba de rodillas, intentando cubrirse la cara de los golpes del maltratador, Adán apuntó, cerró los ojos y apretó el gatillo sin parar, como si quisiese gastar el cargador por si el villano no caía de una vez.

El percutor hizo el último chasquido sin que saliese una bala y Adán respiraba fuerte, empapado de adrenalina y lágrimas. Pasaron cinco eternos y silenciosos segundos hasta que se atrevió a abrir los párpados. Su mirada de devastación demostraba un estado de shock que parecía imposible de quitar. El arma pesaba y dejó que se resbalara de entre sus sudorosos dedos. En ese silencio, el estruendo de la pistola contra el parqué fue peor que la orquesta del tiroteo. La mandíbula empezó a temblar y un aullido de cachorro ahogado intentaba salir de su boca.

-No, no, no…- suspiraba sin aliento mientras caía de rodillas y las arrastraba hacia los cadáveres.

Llegó a su madre y la abrazó, ignorando la sangre que empapaba el suelo y al hombre que no merecía tal título.

 

 

 

Elvis Stepanenko

 

 

 

 

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