Literatura

Por un sucio periódico

Su mano atrapó rápido el periódico y siguió caminando sin frenar apenas el ritmo que llevaba. Era el frío quien imponía aquella carrera nerviosa que iba a conseguir que llegara antes a su refugio.

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La lluvia había parado desde la noche anterior, pero las calles de La Laguna amanecieron mojadas y brillantes, lo que daba lugar a que arreciara el frío propio de finales de diciembre.

El periódico era viejo. Se dio cuenta nada más echarle un vistazo a la cabecera; sin pensar, lo desplegó y lo introdujo bajo su camisa. Apenas estaba sujeto por su pantalón en la parte inferior y, por encima, con una pequeña presión que hacía él mismo en los sobacos. En solo unos minutos notó cómo frenaba el aire de la mañana lagunera y el calor de su torso se acumulaba agradablemente.

Se dirigió hacia ‘la cueva’ en la que estaba aquel sofá donde solía dormir hacía casi un año, justo desde que se fue de la casa de su madre, en el mes de febrero. ‘La cueva’, en realidad, era un piso tipo estudio. Lo tenía alquilado un conocido suyo que vendía artesanía en la avenida Trinidad todo el año y que se suponía debían pagar entre los dos, aunque al final el coste completo recayera en el artesano. Por eso lo esquivaba y prefería dormir las mañanas, cuando el otro se buscaba el sustento.

Cuando llegó a la casa, su compañero ya había salido. Sin demora, sin pasar por la cocina ni el baño, se quitó el calzado y la chaqueta; tiró de la gruesa manta y extendió en ella el periódico, lo más abierto posible. Una de las hojas resbaló hasta tocar el suelo. Sacó una mano y la apartó un poco, de forma que la portada quedaba a la vista. Y así se fue al sueño, inmerso en aquella cabecera que rezaba “crece un 43% la emigración canaria”. Lo hizo sobre sus pensamientos, que decían que “si pudiera ir a buscar trabajo a cualquier lado lo haría” o “hay que tener dinero para emigrar”. Pero aquel era momento de soñar.

Lo despertó el ruido de la cisterna. Era mediodía y su compañero salió del baño sujetándose el pantalón. “Te cogí el periódico: no había papel”, le dijo enseguida. Entonces se sentó en el rasgado sillón que había frente a él mientras desenvolvía un bocadillo del brillante papel platina. Partió un pedazo, menos de la mitad, y se lo ofreció. Más bien lo puso a su alcance, al otro lado de la mesa. “Come algo, tío”, le dijo, y de nuevo empezó con el responso de siempre. Sin embargo, esta vez se empeñó en darle un teléfono que le había dejado alguien para repartir publicidad, seguramente a cambio de una paga miserable.

Se incorporó entre el ruidoso crujir del papel de periódico y cogió el pedazo de bocadillo, que olía exquisitamente. Cogió también uno de aquellos grandes papeles y se lo ofreció al otro. “Apúntame aquí ese teléfono”, le dijo, casi para callarlo.

Al devolverle la hoja con el teléfono escrito se dio cuenta de que era una página de necrológicas. Con ella sobre sus muslos, sintió que aún sus pies no se habían calentado, y mientras masticaba lentamente el pan con lomo y queso fijó la vista en las esquelas. De pronto, le llamó la atención una de ellas: ¡Sara! ¡Tenía que ser su tía!, estaba seguro. Era imposible la coincidencia en apellidos, además de que en la propia esquela se nombraba a su madre como hermana de la fallecida.

Recordó que la había culpado innumerables veces por haber tenido que abandonar la casa que compartían ambas hermanas, la casa de su madre. Pensó que por mala que fuera él la había juzgado cruelmente. En realidad, ella solo mostraba preocupación por él y su manera de estimularlo no era otra que recriminarle que a su edad siguiera viviendo de su madre, sin trabajar y vencido de buscar dónde hacerlo. Enseguida pensó que su madre, también tan mayor, tenía que haber sufrido mucho la muerte de su única hermana y, ahora, una soledad extrema. Por eso no tardó en incorporarse, se vistió y se despidió de su compañero con un rápido “me tengo que ir”. Dobló la hoja del periódico en el último momento y se la guardó en el bolsillo.

Anduvo sin parar hasta la casa familiar y tocó a la puerta. Dudó solo en aquel momento por temor a ser rechazado o mal acogido. Pero no fue así. Se abrió la puerta y su madre se tiró a sus brazos. Se fundieron ambos en lágrimas y voces de arrepentimiento. El amor de madre e hijo, de hijo y madre, se solidificó y se hizo tangible. Todo quedó decidido en un instante, sin reproches, solo palabras de cariño y amor.

Dos horas después fueron a tomar algo caliente con unas galletas caseras en la cocina que nunca había olvidado y que encontró tan acogedora como siempre. La madre no esperaba aquella pregunta, pero no le resultó nada especial que su hijo le dijera “¿me dejas llamar por teléfono?”, mientras se sacaba una hoja completa de periódico del bolsillo de su pantalón.

También una esquela te puede hacer regresar a la vida, pensó, deseando con todas sus fuerzas conseguir aquel trabajo de mierda.

 

 

 

Pedro M. González Cánovas

 

 

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