El asesinato de Antonio González Ramos
El que se acercaba era, a todas luces, un campesino de las medianías del norte tinerfeño, de rostro inteligente, expresiva sonrisa, ojos alegres, amplia frente y entradas pronunciadas.
Na’más verlo recordé que Antonio, trabajador del campo en los Llanos del Rodeo y el Ortigal, había emigrado a Alemania en los 60 donde entró en contacto con el Partido Comunista Alemán, el KPD, ilegal en la República Federal desde 1956, en el tiempo de la Guerra Fría. A su regreso a Canarias entró en la OPI, aquella “Oposición de Izquierdas” del PCE que planteaban el hecho nacional canario frente al oficialismo del PCE. La OPI se disgregó y una parte se reconvirtió en el Partido de Unificación Comunista de Canarias, PUCC, mientras otras partes nutrieron a las organizaciones independentistas de izquierda, como el Partido de los Trabajadores Canarios, el PTC, donde yo militaba.
Recordé como entró Antonio a trabajar a la Philip Morris y como, en un conflicto laboral en la empresa reclamando mejores condiciones de trabajo, fue despedido por “injurias y coacciones” según sentencia de un magistrado fascista. Junto a Antonio despidieron a cuatro trabajadores más –los que encabezaban las reclamaciones laborales-, entre ellos los que luego militarían en el Partido Revolucionario Africano de las Islas Canarias, el PRAIC y el PTC como Chicho Montesinos, muerto en extrañas circunstancias en el Hospital Universitario de La Laguna, y Luis Molina, uno de los siempre activos y combativos militantes independentistas, los hermanos Molina Jorge. ¡Pa’que luego algún carajolavela me venga a decir que no existen las casualidades! Este pobre Antonio prueba lo contrario. Notó que lo estaban vigilando y le dio a guardar a un amigo unos panfletos comunistas. La mala suerte se cebó con él. El amigo los puso en el maletero de su coche junto a un par de bitoques de dinamita que quería pa’la pesca furtiva de salemas.
La Guardia Civil española paró en el coche al hijo del amigo, menor de edad, por conducción sin carnet. El pibe, asustado, cuando los policías iban a abrir el maletero del coche, pensando que su padre podría guardar allí algunos bitoques que le había regalado un cabuquero, Antonio Padilla Corona, y sabiendo que Padilla, solo tres días antes, había sido asesinado a tiros por la Guardia Civil en Adeje cuando estaba tirando al agua un cartucho a un bando de salemas, le dijo a la pareja de “moscas verdes” que su padre guardaba panfletos y cartuchos que eran de Antonio González Ramos. Resultado de la fatal carambola, se llevan a Antonio detenido a los calabozos de la policía política española, la Brigada de Investigación Social – la temida “social”- en los sótanos del Gobierno Civil en Santa Cruz.
El psicópata –a decir de sus alumnos de judo- inspector José Matute, cinturón negro tercer dan en ese arte marcial empleó, en el interrogatorio al que sometió a Antonio, todos los golpes que su canallesca imaginación le inspiró, hasta causarle la muerte.
Los actores y la película de lo que pasó aquel 29 de octubre de 1975 tras el alevoso asesinato se apareció, nítida y vergonzosa, en mi recuerdo de aquella fecha: ¡Fuertes cabrones el Matute, el gobernador español Modesto Fraile Poujade, y toda la panda de criminales que intentaban tapar el asesinato diciendo que el desgraciado Antonio “se había tirado del coche en marcha intentando huir”! Fueron tan cabrones que, incluso, para dar verosimilitud a su versión y disfrazar el asesinato, montaron en un jeep al cadáver de Antonio y lo tiraron, en marcha a toda velocidad, a la carretera.
Más decente que Fray Pijada, como lo llamaba Cubillo por la emisora desde Argel, fue el fiscal, un tal Mariano Fernández Bermejo, jovencito todavía, que no se tragó el cuento que hizo público el gobernador y los sicarios policiales y, conociendo, por la autopsia, el destrozo brutal de los órganos internos del asesinado Antonio, obligó a los policías asesinos a probar el hecho. El fiscal, esposado, entró con los policías en el coche “del que se había tirado”. Concluyó que ni el Harry Houdini redivivo lo hubiera logrado. El informe fiscal se lo pasó la “justicia” española por el forro de los cataplines, pero no pudo prescindir de las declaraciones del guardia civil, José González Álvarez que participó en la detención y traslado a Santa Cruz del asesinado Antonio González Ramos, sometido a procesamiento por la fiscalía, que resulto ser puesto en libertad, a pesar de su ocultamiento, por su no intervención en el asesinato.
El asesino Matute cogió el portante y se desapareció, quedando la causa abierta contra él en suspenso.
¡Y pensar que ese cabrón hijoputa del Matute se largó pa’Venezuela, volvió a Canarias, se acogió a la amnistía del 77, recuperó su puesto en la nueva «policía democrática española» y lo destinaron pa’España, a Madrid, ascendiéndolo y dándole de cometido el velar por la integridad de los detenidos en las mazmorras de la Puerta del Sol! ¡Fueron a poner un gato resabiado a cuidar la pajarera!
Tras Antonio González Ramos la sucesión de asesinados por el gobierno colonial fue imparable. Me venían sus rostros a la memoria y, como si fuera al dictado, las historias de Bartolomé García Lorenzo en Somosierra y de Javier Fernández Quesada en la escalera de entrada de la universidad lagunera me llegaban, nítidas, al cerebro.
Francisco Javier González
29 de octubre de 2025 en Gomera,
Noroeste de África



