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El derecho al territorio

“En ese instante las bases del sistema temblarán porque el esfuerzo exigido a los dominados será excesivo y la relación entre la obediencia a los dirigentes y la prosperidad prometida se revelará como un fraude que hará tomar a los individuos conciencia de su opresión”

Desde la conquista —con el reparto de lotes de tierra y agua entre los conquistadores— hasta llegar a la actualidad, la desposesión territorial ha sido una constante en la historia de las Islas Canarias. Los mecanismos de la desposesión —que se pusieron en marcha desde la llegada de los “Adelantados”— se reproducen ahora por medio de la expropiación forzosa y la irracional urbanización que tienen como consecuencia la transformación (o destrucción) del territorio y la desvalorización de los usos tradicionales del mismo. En “El derecho al territorio” (capítulo del libro Post Babilonia. La condición metropolitana), Miquel Amorós no habla de Canarias, pero el retrato que bosqueja se parece demasiado al de estas islas.

La expansión ilimitada de las ciudades, de lo urbano, tiene como consecuencia la desaparición de la agricultura tradicional; todo esto supone también la ruina de la “sociabilidad” y la proliferación de los “bloques de pisos dormitorio”. El aprovisionamiento a través del “mercado global” nos impone la comida basura y una vida “estabulada y motorizada”. Sin duda, el sueño escatológico de los que no creen en los límites y en la capacidad de carga de un territorio frágil —como el nuestro— y que apuestan por una especulación inmobiliaria en vertical que dé forma al confinamiento de la población en las “metrópolis-cárcel”.  Una masa sin derecho a “disfrutar del medio” o, simplemente, sin “derecho a habitar”.

El paisaje que retrata Amorós nos resulta familiar: “un enjambre de adosados, campos de golf y centrales eólicas”. Y la solución no pasa por creernos el discurso de la “sostenibilidad” o ese “lenguaje verde o incluso ultraverde” que emana desde el poder. Tampoco se trata de creer en los discursos milagreros del reformismo populista, que —desde la institucionalidad— nos alecciona sobre “economía social” y “democracia participativa”.  

El País Canario

El derecho al territorio

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La sociedad capitalista tiende a constituirse como red metropolitana. La urbanización general es el proceso de adaptación del territorio a las exigencias de la turboeconomía. La expansión ilimitada de las ciudades conforma la llamada sociedad urbana. La disponibilidad de carburantes baratos que facilitaban tanto el desplazamiento en vehículo privado como la «revolución verde», y la deslocalización de la producción agraria han hecho posible dicha sociedad o, dicho de otra manera, han provocado la desaparición de la agricultura tradicional y su mundo. Las metrópolis se han emancipado de los huertos de la periferia aniquilando la vida y la cultura campesinas. La alimentación antaño tradicional de sus habitantes y el cuidado del campo son ahora asunto de la industria agroalimentaria y del mercado mundial del petróleo. A un enjambre de adosados, campos de golf y centrales eólicas acompaña una comida industrial uniformizada, excesiva, manipulada, adulterada e insana.

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A partir de ahora los usos del suelo vienen determinados exclusivamente por las necesidades de las aglomeraciones urbanas. El espacio de las cercanías queda inmediatamente suburbanizado y sometido a contaminaciones diversas. Es fagocitado por la urbe. Así pues, el entorno rural queda visto para sentencia: se ha vuelto capital inmobiliario. Ninguna actividad agraria puede subsistir cerca de las aglomeraciones, ni siquiera como ocio, cuando la tierra se ha transformado plenamente en capital.

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La misma ciudad, en cuanto que proyecto de convivencia colectivo con relativa autonomía, no puede existir al perder los límites. El tejido social no crece con el entramado urbano, determinado este cada vez más por la circulación de vehículos. La sociabilidad se deshace con la acumulación de bloques de pisos dormitorio y la proliferación de autovías. El aprovisionamiento a través del mercado global impone el modelo de alimentación basura. La vida, estabulada y motorizada, se privatiza y reduce a consumo. Las instituciones ciudadanas son instrumentalizadas por los especuladores inmobiliarios. La ciudad desbordada y desarticulada cae en manos de dirigentes sin control que la gobiernan como una empresa de su propiedad y «ordenan» el territorio de acuerdo con planes que gustan a las constructoras.

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Reivindicar un uso racional y sostenible del suelo, ya esté abandonado o no, equivale a proclamar la resistencia a la urbanización y a la industrialización como sustrato de cualquier ocupación que se realice en nombre de la razón y de la sostenibilidad. Al final, el futuro de la sociedad dependerá de la manera como se utilice el territorio; si es trabajado colectivamente en reciprocidad con la naturaleza, las formas de la convivencia en su seno evolucionarán hacia el equilibrio y la libertad. Si se explota, se ensucia y se destruye, el territorio no será más que el reflejo de una sociedad amorfa y esclavizada. Apto para que las masas domesticadas y confinadas en las metrópolis-cárcel consuman los fines de semana en tristes residencias secundarias la imagen de una naturaleza y una jardinería rural cuya realidad no se encuentra en ninguna parte.

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La función social del territorio es fundamental para los humanos: el territorio ha de educar y formar para la acción comunitaria en simbiosis con la naturaleza. Ha de ser la base de la dignificación de la existencia, tan sometida a toda clase de condicionamientos típicamente urbanos: dinero, soledad, masificación, neurosis, despilfarro, ignorancia, manipulación… Por consiguiente, desde el punto de vista antidesarrollista, el uso del espacio ha de ser redefinido dentro de una nueva carta de libertades que contenga un nuevo derecho: el derecho al territorio. Derecho a escoger un modo de vida no urbano si se desea (derecho a instalarse en el campo). Derecho a disfrutar del medio, derecho a cultivar y plantar semillas autóctonas, a producir sus propios alimentos y comerlos, derecho a habitar (habitar en sentido genuino significa participar en la vida social, no solamente ocupar un sitio). Derecho al territorio que comporta el deber de preservarlo, restituirlo y defenderlo; deber pues de oponerse a su degradación. Derecho a echar raíces, o a conservarlas.

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La defensa del territorio tropieza frontalmente con el derecho a la propiedad, las leyes de infraestructuras y los planes urbanísticos cuando delante tiene a los intereses privados de la construcción, del agronegocio o de la energía. Sin embargo, especialmente en periodos de crisis económica, en el momento de cerrarse el ciclo especulativo, el poder no tiene problemas en emplear un lenguaje verde o incluso ultraverde. Así pues, nos trae a colación no solo la tan manoseada sostenibilidad, sino la biodiversidad y la agroecología. Desde las instituciones autonómicas y municipales, a menudo con la complicidad de las ONG, se organizan mercadillos de alimentos ecológicos y grupos de consumo, a la vez que se ceden huertos urbanos a parados. Hasta se han llegado a crear «bancos de tierras» y a promover arriendos que incluyen el compromiso de preservar el paisaje y reciclar los residuos. Evidentemente, lo que presentan como una experiencia de «economía social» es un engaño que nada tiene que ver con la verdadera agroecología o con la soberanía alimentaria, pues estas luchan abiertamente contra la agricultura industrializada y globalizada y defienden la autogestión en el medio rural; en los experimentos mencionados la autorganización es descartada en pro de la mediación y el control en todo momento de burócratas nombrados al efecto. En realidad, es una forma de asistencia pública adaptada a la crisis, con la finalidad de mostrar una cara amable del inmundo comercio agrícola y disimular al mismo tiempo los niveles escandalosos de paro y exclusión. La ideología verde de los dirigentes sigue en paralelo, pero como aliada, el mismo camino que la destrucción.

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Ya en el mismo terreno de la agroecología y la soberanía alimentaria, aprovechando que el antidesarrollismo y la defensa del territorio son todavía débiles, como demuestra la preponderancia del mecanismo organizativo plataformista sobre el modelo asambleario, que las prácticas neorrurales a menudo están despolitizadas, o que las experiencias agrícolas permanecen separadas de la protesta social, surgen voces pidiendo un pacto social entre el Estado y la «ciudadanía», es decir, entre el Estado y los partidos que se arrogan su representación, para aumentar la fiscalidad medioambiental, subvencionar la creación de cooperativas y establecer una política agraria proteccionista para la producción ecológica. Una Especie de ruralización de Estado, asesorada por ecologistas patentados y cooptados, que procurarían cuidadosamente conciliar las necesidades marginales del sector con el brutal desarrollo capitalista. Ruralización con gaseosa en beneficio de una potencial pequeña burguesía agraria que se convertirá en la futura responsable del suministro verde de la facción exquisita y yuppie de la clase media urbana. Otros hablan de «economía solidaria» (y de mercado social, banca ética, comercio justo o consumo responsable) como modelo de transición inmerso en el mundo capitalista hacia una producción autogestionada. El reformismo de las propuestas ciudadanistas de ruralismo institucional o de socialmercantilismo «alternativo» esconde la mayoría de veces la intervención de terceros partidos, sindicatos minoritarios y seudomovimientos sociales que mediante plataformas, candidaturas populistas y redes tratan de recuperar una actividad esencialmente anticapitalista, pugnando por una «democracia participativa» que les ceda espacio. Para desgracia suya la restitución del territorio nunca puede ser parcial, ni realizarse desde la Administración, la política o, en general, desde la zona gris del colaboracionismo. El territorio objeto es territorio muerto, apto solamente para fines comerciales. Para darle vida hay que desmercantilizar el campo, el vivir y, de manera global, la sociedad, no buscar complementos a la política o a la economía de mercado. Eso conlleva una desurbanización, una desindustrialización y una descentralización generalizadas; por consiguiente, la desaparición del capital y del Estado. Así pues, si bien implica un esfuerzo constructivo como el que puedan significar las cooperativas «integrales» o las redes «solidarias», también y por encima de todo implica un enfrentamiento decidido y no un pacto con las fuerzas políticas y económicas que nos gobiernan. No obstante, los enemigos de la libertad continuarán hablando de desarrollo sostenible o de regeneración medioambiental y democrática como si eso fuera posible en un mundo hiperurbanizado e industrializado, hasta que un movimiento masivo, una masa crítica fruto de movilizaciones defensivas en el territorio y las conurbaciones, acabe con su demagogia contemporizadora y los fuerce a quitarse la careta. Si el objetivo es la reconstrucción de la sociedad civil y de la rica cultura campesina desde el ámbito local mediante la formación de comunidades autónomas, no podemos permitirnos ni una migaja de capitalismo ni un milímetro de Estado.

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La civilización capitalista solamente marcha bien cuando crece, pero nunca crece uniformemente: los centros urbanos absorben todos los recursos del territorio y lo transforman en periferia. Cuando sus posibilidades ecológicas sean superadas, o sea, a medida que se agote el «capital natural» o, mejor dicho, el «capital territorio», el «capital social» o, mejor, el «capital urbe» irá deshaciéndose. El modo de vida consumista y motorizado de las conurbaciones no podrá asegurarse. En ese instante las bases del sistema temblarán porque el esfuerzo exigido a los dominados será excesivo y la relación entre la obediencia a los dirigentes y la prosperidad prometida se revelará como un fraude que hará tomar a los individuos conciencia de su opresión. Las masas, tratando de sobrevivir, desertarán de los bloques donde estaban recluidas. Entonces vendrán los bárbaros y saquearán los templos del imperio del dinero; los emperadores huirán desnudos por la ventana y nadie jamás los volverá a ver.

Miquel Amorós*

*“El derecho al territorio” en Post Babilonia. La condición metropolitana contra el derecho al territorio.

 

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