Horror vacui
Creía enloquecer ante aquella página vacía. Tenía mareada la pluma de tanto hacer círculos en el aire con ella; estaba perfectamente armado, pero no sabía cómo iniciar aquella contienda.
Mil ideas desordenadas se arremolinaban en la cabeza. Se llevaba las manos a ella intentando asentarla. Cerraba los ojos y cambiaba el blanco ofensivo por la paz de la oscuridad y la desidia, hasta despertar alarmado ante la misma imagen blanca.
A veces parecía que la tinta iba a brotar con chorros de letras que se hilarían en palabras y éstas en frases, capaces de conformar un artístico texto de profundo contenido. Pero no era así. Unas letras y más tachones. Otro papel arrugado a la papelera. De nuevo ante el folio. Hasta que cayó en el sueño, agotado, superado por el espanto de no ser capaz de crear el arte necesario para acabar con el blanco.
No hubo pesadilla blanca ni negra. El merecido descanso acabó con el agotamiento. Y cuando despertó, aun desperezándose, letras, palabras, frases y una idea clara cogió forma en su mente. Entonces se disparó de la cama al escritorio, cogió la pluma sin mojarla en tinta, una hoja en blanco, y apretó la punta con prisas contra el papel:
“El leñador no paró para afilar su hacha, con la prisa agobiante que tenía le obligaba a martillar el tronco con la herramienta de cortar…”
Dejó de nuevo de escribir. Tomó un folio blanco a parte y anotó, jugando a exhibir su mejor caligrafía:
De tinta a papel
Blanco cuerpo, lleno de limpieza
que incita al mimo.
Aunque sea un amor platónico
-que tampoco da lo mismo-
aspira a encontrar correspondencia
haciendo canción de cualquier sonido.
Revuelve a llamar el papel
gritando deseo de caricias,
de palabras con orden musical
que ansían ser fiel noticia
con casi casual medida rima
que acompasa, suave, cada vez.
Entonces llego, con toda mi tinta,
a derramar todo aquel placer
acumulado en románticos sueños
de reiterada luna de miel,
que no entiende de quereres pequeños
sino de entregas cada vez distintas.
Así se convierte el horror vacui
en ansiedad de amor perfecto,
donde los poros de cada hoja
se abren para recibir, en silencio,
la tinta que descubre y moja
Pedro M. González Cánovas