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Alimentación como acto político: de la vulnerabilidad a la resiliencia

Sara Hernández, portavoz de Drago Canarias en La Palma

Este mes quería escribir sobre políticas alimentarias locales, ya que entre septiembre y octubre estuve haciendo un curso sobre el tema organizado por la Red de Municipios por la Agroecología, y me parecía un asunto muy relevante en torno al cual intentar hacer pedagogía. Pero después de la catástrofe ocurrida en Valencia, escribir acerca de cualquier otra cosa se me hacía un sinsentido.

Después de varios días reflexionando y todavía revuelta por el batiburrillo de emociones (tristeza, frustración, rabia…) decidí mantener la temática para el artículo. ¿Por qué? Pues porque ahora mismo, lo más a mano que tenemos para contribuir a reducir los efectos devastadores que van a causarnos tarde o temprano los cada vez más frecuentes eventos meteorológicos extremos, es el acto político de alimentarnos.

El aumento de la intensidad, la virulencia y la frecuencia de fenómenos como la DANA sufrida en Valencia es consecuencia directa del cambio climático. Lo que ha pasado debe ser una llamada urgente a que nos replanteemos —entre otras muchas cosas— el modelo agroalimentario actual, que es responsable de alrededor de un tercio de las emisiones de gases de efecto invernadero, solo por detrás del sector energético; y destaco el sector de la alimentación porque en él tenemos agencia tanto nosotras como las instituciones locales, a diferencia de otros temas que se encuentran más alejadas de nuestra área de influencia.

Y además de lo crucial del sistema agroalimentario en su efecto directo en la aceleración del cambio climático, hablar de alimentación es importante porque implica también hablar de salud, de equidad y de territorio.

Traigámoslo a La Palma. Dado que en Canarias dependemos aproximadamente en un 90 % de alimentos importados —y nuestra isla no es la excepción—, el tema alimentario aquí va más allá de satisfacer las necesidades básicas. Se convierte en un acto que tiene repercusiones a todos los niveles.

El impacto ambiental es claro: el sistema agroalimentario actual, basado en la explotación intensiva de suelos, agota la tierra y es altamente dependiente de fertilizantes sintéticos —otra gran fuente de emisiones— y de pesticidas y herbicidas que dañan ecosistemas enteros. Además, la desconexión total que tenemos del conocimiento de si un producto es o no de temporada hace que demandemos con frecuencia alimentos que vienen de la otra punta del mundo, con la consecuente contaminación derivada de larguísimas cadenas de transporte.

El impacto en la salud también es bastante obvio, y cada vez más visible. Según la Organización Mundial de la Salud, no tener una alimentación adecuada está entre los tres factores más importantes que influyen sobre las enfermedades crónicas junto con el hábito de fumar y la falta de ejercicio. Además, según el informe Lancet Eat Comission, las dietas poco saludables representan un mayor riesgo para la mortalidad que la suma de las prácticas sexuales sin protección, el alcohol, las drogas y el tabaco. En Canarias, con los segundos sueldos más bajos del Estado y una de las cestas de la compra más caras, cada vez tenemos más población que no puede acceder a alimentos frescos y nutritivos, afectando gravemente a su salud.

El impacto económico y social no está tan claro para todo el mundo, pero ha sido y es devastador en aspectos como la equidad para territorios rurales como La Palma. El cambio en nuestra forma de consumir, promovido entre otras cosas por los bajos precios en los productos de importación impuestos por las grandes superficies, ha derivado en que las pequeñas explotaciones se vuelvan insostenibles, y muchas familias agricultoras se vean obligadas a dejar sus tierras. Esto ha provocado un éxodo de las zonas rurales —y consecuentemente, de toda la isla— y una reducción drástica en la actividad económica local que ha llevado a la situación actual de abandono y pobreza en la que nos encontramos.

Sabiendo esto, ¿no les parece obvio que tener un buen plan de políticas alimentarias locales debería ser una prioridad para Cabildo y ayuntamientos? Son políticas transversales, por ejemplo, a la mayoría de las áreas competencia de la primera institución insular: ordenación del territorio y desarrollo sostenible, aguas, transición ecológica y lucha contra el cambio climático, empleo, comercio, agricultura, ganadería, pesca y soberanía alimentaria, acción social y salud…

En el curso nos recalcaron que los ingredientes clave para desarrollar políticas alimentarias locales son cuatro: compromiso político, conocimiento del territorio, capacidad técnica y recursos económicos.

La capacidad técnica no creo que sea un problema. Cada vez hay más palmeros y palmeras formadas en agroecología, desarrollo local, nutrición, gestión de proyectos, etc. deseando poner en práctica sus conocimientos para trabajar por una isla mejor para sus habitantes.

Por otro lado, viendo los presupuestos del Cabildo de La Palma, está claro que recursos económicos hay, lo que pasa es que se destinan a otros asuntos prioritarios para el ejecutivo actual como son la promoción turística, la creación de nuevas direcciones insulares o la contratación de grandes estrellas para festivales de música.

El gran problema que veo es la falta de voluntad política, lo que tiene como consecuencia que cojeemos también de la pata del conocimiento del territorio. El primer paso antes de iniciar cualquier política alimentaria que nos haga tener una alimentación más cercana, más justa y más sostenible es invertir en recopilar la información necesaria: analizar los hábitos alimenticios de la población, conocer los flujos de importación y exportación de productos alimentarios, y saber qué se puede producir localmente y lo que realmente se produce, quién lo hace y en qué condiciones. Sin ese conocimiento vamos a ciegas, y todo lo que se haga será parchear una situación que requiere de una visión holística.

Si pensamos la isla como un ecosistema, nuestro metabolismo —entendido como intercambio de materia y energía con el entorno para nuestra supervivencia— es altamente ineficiente y está totalmente alejado del equilibrio: productos que vienen de muy lejos para alimentarnos, residuos cada vez más ingestionables derivados de esa importación, una economía de exportación extractivista “enchufada” al respirador artificial de las subvenciones, y una dependencia casi total del petróleo que nos hace vulnerables ante miles de factores que no están en nuestras manos.

Y aunque a muchos les parezca que no, todo esto tiene sus efectos y consecuencias tanto hacia dentro como hacia fuera. El tiempo de no querer ver los impactos de nuestro sistema económico y de consumo ya pasó. El tiempo de mirar el PIB, o los millones de kilos exportados, pero hacernos los ciegos ante la pobreza y la desigualdad, también. Nada de lo que hacemos está exento de repercusión, tanto local como global, y ya lleva un tiempo dándonos en las narices.

Hace unas semanas fue la DANA de Valencia, hace un mes las lluvias torrenciales en el desierto del Sáhara o el año pasado el incendio de Tenerife, de una magnitud nunca vista. Creo que hay suficientes motivos para apostar fuertemente por estas políticas y, si no se está haciendo por parte de quienes nos gobiernan, probablemente sea por ignorancia o porque su interés no está en el bienestar de toda la población, sino en el de unos pocos.

Y si a ti todo esto te da igual porque no crees en el cambio climático, piensa que apostar en La Palma —o donde vivas— por políticas alimentarias locales basadas en la agroecología y en los circuitos cortos de comercialización es apostar por el fortalecimiento del nuestro tejido social. Es apostar por un paisaje rural que es identidad y patrimonio. Es apostar por más salud tanto para las personas que habitamos esta tierra como para los ecosistemas que nos sustentan. Y es apostar por una sociedad más justa, con menos desigualdad, más empleo y mejores condiciones laborales, con una economía local más robusta y menos dependiente.

Sara Hernández

portavoz de Drago Canarias en La Palma