ActualidadDerechos económicosDerechos LaboralesIslas CanariasRelatos contra el olvidoTrabajoTurismo

Las camareras de piso: precariedad, abuso y falta de reconocimiento

Estamos a finales del mes de abril, aunque la sensación es plenamente veraniega. El calor y bochorno se extienden por el Valle de la Orotava y, por ende, en toda la isla. Solamente una ligera brisa es capaz de atenuar este tiempo asfixiante.

Hoy no visito ninguna cafetería, ni tan siquiera un espacio público. Hoy voy directamente a la casa de mi entrevistada, una mujer de 50 años con la movilidad casi reducida que tiene la mala suerte de vivir en el último piso de un edificio sin ascensor.

Toco el timbre y, desde el telefonillo, escucho una ligera voz que me pregunta: «¿quién soy?». Le respondo que soy el chico de la entrevista. Me abre y comienzo a subir los rellanos mientras las gotas de sudor empapan mi frente.

Llegó al último piso, me saluda y, rauda y veloz, me sienta en su coqueta cocina mientras saca una limonada casera. Tiene las manos inflamadas y me fijo que los tobillos también. Se sienta con cierta dificultad y me sonríe mientras me dice: María me dijo que simplemente me deje llevar, que eres una persona discreta y que no darás detalles personales sobre mi persona, pero sí sobre lo que he vivido. También te digo que a mí me da igual, pero mi marido todavía trabaja para el último hotel donde trabajé y mi hija también, pero gracias a Dios ella lo hace como recepcionista.

Le digo que contaré lo que ella desee y que guardaré con sumo recelo su identidad. Suspira aliviada y comienza el relato de su vida como camarera de piso.

Yo, durante toda mi vida, me he dedicado a la limpieza. Comencé a trabajar con quince años limpiando casas con mi madre, porque no nos alcanzaba para comer en casa y pagar todos los gastos. Tuve que dejar de estudiar antes, dado que era yo la que tenía que limpiar la casa, porque mi padre y mi madre trabajaban, llegaban a casa y tenían que descansar.  

Mis primeros trabajos, como te dije al principio, eran limpiar casas con mi madre. Algunos días limpiamos, entre las dos, hasta 6 casas enteras. Pero cuando digo limpiar, era limpiar: cristales, armarios por dentro e, inclusive, en alguna casa, planchar y hacer la comida. Esta primera parte de mi vida laboral, el pago era en negro y no cotizaba. No se estilaban realizarse el contrato, aunque trabajaras toda la vida para ellos como interna. Pero podría ser peor. Sé de algunos casos en el que algunas amigas les dejaron a deber dinero e incluso una casi fue violada por un viejo inglés que se creía superior por tener dinero.

Al poco tiempo de cumplir 18 años, me llegó mi primera oportunidad para trabajar para un hotel en Puerto de la Cruz. En ese momento, era uno de los hoteles más exclusivos y le daba trabajo a casi cualquier persona», me dice mientras sonríe con cierta añoranza, yo creía que sería un sueño, pero pronto me di cuenta de que no sería todo tal y como me lo habían dicho.

Le pregunto a qué se refiere, aprieta sus manos y sigue su relato. Al principio me vino a la mente la idea de que el trabajo era sencillo, como limpiar unas casas. Yo, ilusa, me lo creí y estaba esperanzada. Cuando comencé el primer día, fue con los nervios a flor de piel. Y cuando llegué, estaba la gobernanta repartiendo el trabajo. Me vio y, con cara de asco, me dijo que antes de salir de allí me maquillara un poco, que debía resultar atractiva y no una muerta de hambre. Y textualmente me dijo:cariño, aquí tu único objetivo es limpiar, parecer bonita y hacer todo lo posible para agradar a los huéspedes”. Tras eso, me mandó con una compañera que me comenzó a enseñar el oficio. Para ustedes, los que jamás han trabajado en la limpieza, os parecerá un trabajo sencillo, pero tenemos una rutina muy rígida, unos tiempos muy cortos y una presión por parte del resto de empleados muy fuerte. Si te digo una cosa, es que dentro de los hoteles nosotras somos el último mono y muchos no se dan cuenta de que sin nosotras el tinglado desaparecería.

Excluidos del paraíso

Ella se levanta un momento para coger una pastilla que se toma contra el dolor constante que padece, traga la pastilla con un sorbo de limonada y continúa.

En este hotel estuve muchos años, como unos quince, y pasé de todo, desde buenas experiencias hasta sucesos que jamás le he contado a nadie de mi familia por la vergüenza que siento, pero que me gustaría contar para quitarme este peso de encima de una vez por todas. Le pregunto si está segura y, sin pensarlo, afirma de manera rotunda con la cabeza.

La primera mala experiencia que tuve fue en la habitación de unas turistas británicas. Ellas estaban fumando en el balcón mientras yo limpiaba el baño. Lo dejé completamente impoluto. Una vez que salí del baño, continué con las camas y, en ese momento, una de ellas aprovechó para entrar en el baño, y realizó sus necesidades fuera de la taza y me dijo que lo limpiara en un español horrible. Yo me quedé blanca y me negué. Ellas llamaron a recepción y, al instante, estaba allí la gobernanta y, delante de ellas, se disculpó y me dijo que lo limpiara, que ellas, las turistas, tenían el derecho de hacer lo que quisieran y que una muchacha mediocre no debería contrariarla nunca. Llorando, lo limpié mientras esas tías sucias se reían y mi gobernanta me lanzó lejía en las manos mientras me agarraba fuertemente de la coleta.

La segunda y última experiencia desagradable en ese mismo hotel fue con el jefe de recursos humanos. Aunque ahora no lo parezca, yo era una joven muy guapa y con un buen cuerpo. Desafortunadamente, ese viejo verde se fijó en mí y en una ocasión, me pidió que limpiara expresamente su oficina. Cuando estaba limpiando las repisas, se puso justo detrás de mí, se apretó contra mí y me tocó los pechos. Me dijo que, si era una buena chica, me subiría el sueldo. Recuerdo que grité, me llamó histérica de mierda y me echaron del hotel.

Después de ese incidente, me costó conseguir otro trabajo en hoteles. El viejo se encargó de llamar a la mayoría de los hoteles de la zona para que no me contrataran, diciendo que era conflictiva y una pésima trabajadora.

Finalmente, conseguí trabajo en el sur de la isla. Una furgoneta nos recogía a las 5:30 de la mañana y nos traía de vuelta a las 18:30. Aquí, las condiciones eran aún peores que en el primer hotel. Tenía un máximo de 5 minutos para cada habitación y, en ocasiones, teníamos que limpiar más de 100 habitaciones entre tres compañeras, además de las zonas comunes y otras tareas. Así era mi día a día. Es terrible despertar con ataques de ansiedad, no poder ver a mis hijas y sentir que las estaba defraudando. Esa era mi vida: trabajar y trabajar. No me quejo de trabajar, pero sí de las condiciones. Somos camareras de pisos, limpiadoras, pero antes de eso, somos humanas.

No conozco a ninguna de mis antiguas compañeras que no hayan sido maltratadas física o psicológicamente en su trabajo y que no estén tomando pastillas, con lesiones y algunas con incapacidad permanente.

A esto se suma que muchos hoteles externalizan la limpieza para ahorrar dinero, pero esto solo ha aumentado la precariedad. Si nos quejamos, sabemos que acabaremos en la lista negra y tardarán años en llamarnos. Todo el mundo, jefes, compañeros de trabajo y clientes, nos ningunean constantemente.

Nos ven como pañuelos de usar y tirar. El turismo y los hoteles no serían nada sin nosotras. ¿Cuándo se dará cuenta la sociedad de que no somos desechables? ¿Cuándo nos darán el respeto que nos merecemos? Somos camareras de piso, no esclavas.

 

Jesús Socas Trujillo

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *