Literatura

Tierra en la Mar

El capitán Mel fue un temido pirata que surcaba y saqueaba las bahías del Caribe. Sus hombres confiaban ciegamente en todas sus decisiones y siempre salieron con vida de cualquier situación imposible de evitar o volvían a Nassau con fortuna que gastar en las tabernas y en los burdeles.

A pesar de la gran fama, el gran temor y respeto que instigaba, el capitán Mel odiaba el hedonismo ebrio que representaba Nassau. Le encantaba la libertad y la lucha contra el orden que intentaban instaurar los imperios, pero era difícil encontrar a alguien de valor en aquella isla. Sentía nostalgia por algo que nunca experimentó, hasta el día que asaltó un buque que transportaba una cantidad sustancial de oro, pero no fue el único tesoro que encontraron a bordo. En el camarote del capitán, había una joven que no temía a los piratas. Su mirada retaba a cualquiera que la mirase a luchar contra su furia. El capitán Mel, con la espada ensangrentada en mano, miraba sin sentir aquella nostalgia, sin sentir vacío.

-¿Sois vos la que he estado añorando tanto tiempo? – Preguntó el capitán.

Entonces, la muchacha se relajó. Su furia se transformó en compasión y la boca dispuesta a morder enseñaba una sonrisa apagada.

-Iré contigo. Soy la hija del comandante Rushter, Emily. Seguro que pagará mucho por mi rescate.

-¿Qué os hace pensar que quiero alejarme para volver a sentir cómo mi alma se hunde como los buques que asalto?

Emily, al oír estas palabras, se acercó a Mel, acarició su sudada mejilla y le dio un beso. Desde entonces, Emily se convirtió a la piratería al lado de Mel, donde juntos asaltaron tanto buques como camas. Su luna de miel sería eterna con la promesa del peligro y Emily aprendió tanto que llegaba hasta a degollar a los que una vez eran considerados sus compatriotas.

Dos años pasaron hasta que se encontraron con un buque cazador, especializados en atrapar barcos pirata. Emily cogió el catalejo y tras diez segundos, lo bajó lentamente con la boca abierta y los ojos bien abiertos. Era un cazador liderado por su padre, quien había dado a su hija por muerta hasta que empezó a oír las historias de sus hombres de cómo una doncella se convirtió en la mujer de un despiadado capitán  pirata y decidió capturarlos, y aunque tardaron año y medio en encontrarles, al fin lo lograron.

-No podemos ni luchar ni huir contra aquello- dijo el capitán Mel al oír qué y quién los seguía.

-Pues vamos de cabeza- desafió Emily.

Y dando media vuelta, las proas de ambos barcos se acercaban. Cuando estaban en paralelo, ambos capitanes gritaron “¡Fuego!”,  y una nube de pólvora y astillas les separó. La tripulación del cazador empezaba el asalto a la diezmada tripulación del capitán Mel, que fue la que más sufrió los cañonazos. Desde la cabina del capitán, Mel aguardaba con Emily.

-Nos ahorcarán- dijo Mel.

-Pues hagámoslo nosotros mismos. ¡No les demos esa satisfacción!-  gritó Emily.

Se miraron a los ojos y asintieron. Agarraron dos cuerdas, hicieron una corbata con ella y se las pusieron al cuello, asegurando el resto de las cuerdas. Se dieron un último beso, que no fue ni pasional ni desesperado. Fue el beso que les redimiría por completo si existiese un infierno aguardándoles. Abrieron la puerta que les llevaría directamente a donde la batalla se estaba librando, donde la cubierta estaba tintada de sangre, donde se podía ver a la tripulación de Mel caer aunque llevándose con ellos algunos ingleses. De la mano, Mel y Emily corrieron hasta el mástil, esquivando cadáveres y combatientes, y se soltaron para subirse.

El comandante estaba presenciando la escena, viendo cómo su hija estaba subiendo con su amado el mástil. Se quedó mirando cómo ataba el resto de la cuerda que llevaba al cuello en la cima de la vela y vio cómo ella contaba hasta tres mientras miraba a su amor…

Se quedó mirando una hora cómo balanceaban la mujer que se suponía que era su hija y el hombre que la pervirtió hasta el punto de morir juntos. En sus manos, el comandante sujetaba dos perdones reales que estaba dispuesto a dar si cesaban con la piratería, mojados con las lágrimas de la devastación e impotencia.

 

 

 

 

 

Elvis Stepanenko

 

 

 

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