Literatura

Un tío normal

En el plató de una serie de manualidades en la televisión, estaba ese presentador, Jordi, que tan bien nos caía a todos.

Pues bien, hizo su trabajo.

-Holaaa, amigos. Esto es Ataque al Arte.

¿Que por qué me dirijo a ti, lector? Porque por posibles denuncias pueda comerme una vida indeseable. Digo Ataque al Arte porque no sonaría a plagio del nombre al que sabes que me refiero. Llamémoslo así y no pienses que se relaciona con cualquier casualidad. Esto es ficticio, recuerda. O no. Que especule el pseudoreportero de turno.

-¡Hoy, vamos a hacer nuestra casa… terrorífica! ¡¿Cómo?! ¡Pues vamos a usar cosas que ya tenemos en casa! Ahora, aquí la lista: un folio, cola de pegar y ¡nada más! Hoy os vamos a enseñar a cómo hacer telarañas terroríficas para asustar a tus seres queridos.

Y cumplió. Dio la clase y otras tres, teniendo de intermediario al gran Alex, haciendo cosas que a pocos se nos ocurriría hacer a lo grande. ¿Recuerdas? Pero no tiene nada que ver con la realidad. Todos felices, todos sonrientes. ¿Recuerdas?

Jordi tenía una vida normal a los ojos de todos. Buscaba a una mujer, intentaba disfrutar en las fiestas y el hedonismo que ellas atribuían y, sobre todo, intentó las drogas.

Nada le hacía acabar con el vacío, pero esto es solo lo que había dado a entender a los que le rodeaban. Nada podía satisfacer su deseo dentro de la moralidad que nos ofrece esta sociedad.

Era infeliz detrás de las falsas sonrisas pero, a ojos ciegos, era feliz. ¿Cómo? Tiene una explicación fácil, ya verás.

Todas las tardes salía del estudio y cogía el coche, digamos uno de clase media ya que Jordi no era ostentoso. Claro, no es pura fama hacer un programa para niños que no tienen otra cosa que ver en la tele.

Conducía al supermercado que tenía cerca de su casa y, tras la compra, cargó su maletero como cualquier persona normal haría. Compró mucha pasta, arroz, pollo, ternera, salsas. Todas las cosas que necesitarían una familia numerosa, pero Jordi supuestamente vivía solo.

Condujo a su casa y, cargado de bolsas, abrió la puerta de su portal torpemente. Llamó al ascensor y se metió. Su vecino llegaba gritando “¡Aguanta la puerta!”, y así hizo. Se limitaron a mirarse y sonreír.

Segundo piso. Jordi abre su puerta y, en la cocina, vacía las bolsas para dejar la compra en su sitio.

Suspira.

Empieza a cocinar pasta para cuatro personas. “Supongo que le gustaría cocinar en cantidad para no tener que estar haciéndolo todos los días”, dijo el inocente, o estudiante. Lo mismo es.

Caminó hacia el cuarto al fondo del pasillo, donde la puerta tenía dos pestillos y un candado. Se acercó con una sonrisa tranquila pero macabra. Sujetando el plato de espagueti a la boloñesa con la izquierda, abrió la puerta con la diestra, quitando los pestillos y hábilmente insertando la llave en el candado para desbloquearlo. No era la primera última vez que lo haría. Entró y observó a la pequeña morena, vestida con un vestido de seda blanco pero sucio, encerrada en su jaula de dos por dos.

-Cariño, hoy es tu cumpleaños asique te hice algo rico- dijo Jordi.

La niña miró a los ojos de su captor con las tiernas lágrimas de una joven de ocho años.

Se acercó a las barras como si suplicase por comida, como si no hubiese comido durante días. ¿Se pueden imaginar tales lágrimas? ¿Se puede comprender tal perversión sobre lo inocente?

Jordi abrió la jaula y dijo:

-Primero tendrás que ganarte tu pastel. Ya sabes que tienes que hacer.

Dejó el plato en el suelo mientras la niña lo miraba. Él se desabrochó los pantalones y ella, de rodillas, empezó a trabajar para su tarta de cumpleaños.

 
 
 

Elvis Stepanenko

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