Literatura

En el Nombre del Padre

Martín era una persona oprimida. Era un callado y generalmente todo el mundo le dejaba en paz, pero eso no evitaba los abusos esporádicos que recibió en el internado católico en su infancia.

El Padre Fernando le había violado en dos ocasiones cuando era demasiado débil como para defenderse. La primera vez fue cuando tenía siete años, la segunda en su octavo cumpleaños.

Martín nunca habló sobre las violaciones, pero es lo que le hizo ateo. Aun así, se mantuvo fiel a la iglesia y acabó sus estudios teístas para hacerse un cura con el cinismo que le inculcaron sin jamás revelarlo.

Durante su adolescencia, cuando recordaba al Padre Fernando, cuando recordaba el dolor que sufrió, el terror de la incertidumbre, la caída de la moral, de una forma inexplicable se sentía excitado, siempre teniendo una erección ante la idea. En estos momentos se sonrojaba, buscaba algún lugar donde resguardarse de las miradas y se masturbaba. Una vez se escondió detrás de la no tan virgen María y eyaculó sobre sus santos pies.

Ahora tenía treinta y cinco años y le habían asignado varios destinos en Madrid, Segovia, Toledo, lugares cercanos siempre al centro de la península. No quería alejarse demasiado de donde se traumatizó, donde se formó, porque le gustaba visitar de vez en cuando la escuela donde fue abusado y tener conversaciones con el Padre Fernando.

Sus conversaciones siempre fueron amistosas y llenas de sonrisas y alusiones a Dios. El Padre sabía lo que había hecho, pero no tenía remordimiento alguno, estando convencido de que Martín jamás diría nada al respecto y que lo aceptaría como el creyente que acepta el cuerpo de Cristo en la boca. En cuanto a Martín, mientras hablaba, recordaba los incidentes vívidamente y con mucho morbo.

-Dime, hijo, ¿qué te parecería dirigir esta escuela?

-¿Yo? ¿No hay una jerarquía o gente más cualificada?

-Ay, Martín, tenía tu edad cuando empecé aquí y necesitamos verdaderos creyentes jóvenes como tú.

El Padre Fernando hablaba con la certeza de que ser un verdadero creyente era ser un mentiroso extremadamente convincente, y sabía que Martín era el más cualificado para ello por el simple motivo de que había aguantado el secreto tanto tiempo y sin secuelas, al menos dando esa apariencia hacia los demás.

-Escucha, Martín. Moveré los hilos para que estés en mi puesto en dos meses, cuando me retire de mi deber hacia Dios y nuestro rebaño. Harás un gran trabajo. ¿Aceptas?

-Acepto.

Y en dos meses, Martín ya era el rector del internado, intentando seguir con la tradición católica de forma ejemplar.

Después de pasar un año, una necesidad imperiosa había surgido en su fuero interno, una necesidad que tendría que ser saciada a toda costa.

Miró por la ventana de su despacho y observó a los niños disfrutar del recreo. Oía los gritos de alegría, las risas de las tonterías inocentes, la pureza de la vida.

Observó a un niño rubio e intentó acordarse de su nombre. Su corazón bombeaba vileza cada vez más ennegrecida y, con sus ojos bien abiertos, recordó al Padre Fernando, recordó su poder, su derecho de conquistar con la gracia divina, y nada podría hacerse para evitar la iluminación de Dios.

Se sentó y escudriñó los archivos de sus alumnos, buscando la foto del niño rubio.

Conque Andrés”, pensó. “Esta noche…”

Bajó al patio y empezó a hacer preguntas aleatorias a diversos alumnos para disimular su intención hasta que llegó al pequeño Andrés, un niño de siete años, una edad perfecta para Martín.

-Hijo mío, ¿has rezado y confesado hoy?

-No, Padre, lo haré esta noche.

-Yo también debería rezar. ¿Por qué no te pasas por la capilla a las ocho y damos gracias a nuestro Señor?

-No tengo ganas, Padre.

-¿Acaso quieres ser un pecador?

Dieron las ocho y el pequeño Andrés fue a la capilla y el Padre Martín salió de las sombras cual espectro.

-Vamos a confesarnos.

Agarró el brazo del muchacho y le metió a la fuerza en el confesionario, donde le empotró contra la pared, haciéndole daño en la parte derecha de la cara por la presión.

-Shhhhh, shhhhhh- decía el Padre Martín, agarrando con la zurda su cuello mientras bajaba los pantalones del niño.

El impotente Andrés no gritó. Estaba confuso. Solo cayeron lágrimas de sus mejillas junto con gemidos de dolor durante el eterno minuto, el eterno sufrimiento de la gracia divina, como si sufriese como Jesucristo, expiando los pecados de todos los seres humanos.

Cuando Martín acabó en el éxtasis, soltó a Andrés, quien no se movió, y se subió los pantalones. Sacó del bolsillo un caramelo y se lo metió en la boca a lo que ahora era una carcasa que respiraba sin vida.

Goteaba sangre.

Martín salió del confesionario y se fue a su habitación. Sin desvestirse, sin limpiarse, sin remordimientos, se metió en la cama de la misma manera en la que se imaginaba al Padre Fernando hacerlo cada vez que violaba a un muchacho.

Cerró los ojos y calló en el sueño más satisfactorio y placentero de su vida.

 

 

 

Elvis Stepanenko

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