Literatura

La razón delatora

Después de tantos años en Santiago del Teide, viviendo lejos de todo y de todos, ya regresaba a ver a mi hermano Hernán a la casa donde crecimos en las afueras de La Laguna. Pero había cambiado todo: estaba tan vacía menos por mi hermano, porque nuestra madre enfermó cuando me marché de casa y ahora está viviendo sus últimos años. Por esta razón iba. Quería negociar conmigo volver a ver a esa mujer antes de morir, después de 14 años sin verla.

Veníamos de una familia rota por los secretos, la brujería y la locura de mi madre, que era santera. Mi padre desapareció cuando cumplimos dos años, sufría de una enfermedad mental y huyó a vete tú a saber dónde. Siempre creí que mi madre enloqueció por eso. Ella nunca nos decía nada y simplemente nos metió en la cabeza que hay que hacer lo que sea, no importan los medios, para recuperar lo que nos abandona, para controlarlo todo. Siempre me obligaba a hacer cosas que yo no quería con toda clase de artilugios, tomaba cosas que nunca supe qué eran, me untaba en aceites y rezaba cosas que me insuflaban gran terror, hasta que me escapé de casa con 16 años a vivir en libertad y en la naturaleza con la que ahora es mi mujer, Dácil. Mi hermano siempre se dejó hacer porque apenas le hacía pasar por tanto, pero yo nunca creí esas cosas y él simplemente las aceptaba. No podía soportar que me relacionaran con ella, se reían de mí, y me tenían miedo. Me daba asco todo, y el odio y el rencor me pudieron. Pero Hernán siempre se mantuvo con ella por razones que, evidentemente, desconozco y jamás comprenderé, porque no es una persona razonable.

Para ser gemelos mi hermano y yo, somos completamente distintos. Él siempre callado y obediente y yo pues, claramente, no entendía nada de lo que pasaba y me cerré siempre a la más mínima posibilidad de hacerlo. Nunca pude perdonar a mi madre el miedo que me trasmitió de niño con sus rituales y cómo me hacía sentir tan avergonzado de adolescente. Me ha llevado años de psicólogo superar las pesadillas, el miedo, el asco a la superstición y el terrible problema que he desarrollado de intolerancia casi obsesiva hacia cualquier cosa que se salga de la estricta realidad, pero siempre me había llamado la atención que Hernán siempre estuviese con ella. Para eso sí somos un cliché de gemelos: todo se lo he perdonado y siempre me he escapado para verle cada día sin falta. Físicamente somos idénticos, pero misteriosamente siempre nos hemos llevado como si nos pareciésemos en todo como si así fuera. Yo siempre me he sentido una persona normal y corriente, alguien de espíritu empírico  que necesita ver para creer. Y rudo, lo reconozco. Pero mi hermano es un hombre que, con el tiempo, ha sido cada día más místico, sin rozar mucho los límites (en exceso, todos los religiosos son unos tarados). Sé que además es tremendamente inteligente, bueno, noble, pero muy misterioso y atípico para una realidad tan cerrada como para un pueblo canario.

Siempre he sabido que no era lúgubre, oscuro o retorcido como le decían, porque la gente sólo se asusta en verdad por sus propios prejuicios y siempre me ha molestado que hiciera falta crecer con él para demostrarles a todos los que le molestaban con eso que no es así. Es alguien enormemente revelador para mí bajo su apariencia. Intuye toda clase de cosas que me trasmite desde su extraña y silenciosa sonrisa complaciente conmigo.

Esta vez, no sé si fue el ambiente de aquel lugar, todos los condicionantes oscuros que había, pero algo iba a cambiar, y él tendrá la clave. Me sentía irracionalmente nervioso. Imaginé que podría ser culpa o pena. ¿Qué sería si no? No soy más que mis emociones y un cuerpo mortal.

El último día que estuve con Hernán antes de que fuera al hospital, me senté un segundo en el sofá, en silencio, y casi a oscuras y me hice un cigarrillo. Me asustó, porque no hace ruido al pasar apenas y se había sentado a mi lado sin darme cuenta. Me rozó y me miró sonriente con la cabeza ladeada. Debajo de su aspecto, tan delgado y tan pálido, y de su aureola romántica y un tanto tenebrosa, ha habido siempre ternura para mí. Le abracé y le sentí nervioso y tímido.

-Jonay -me dijo casi susurrándome, y captó mi atención- hace tiempo que mamá quiere saber algo de ti. No quiero ser su paloma mensajera y ya rozamos los 30 años los dos. Delira. Sólo dice que necesita decirte algo muy importante.

-Bueno, puedes seguir fingiendo que eres yo, como cuando éramos niños chicos y nos reíamos de los líos que montábamos confundiéndola -sonreí y exhalé el humo- y así ella nos deja quietos. Sólo ponte algo más colorido y ya está y haz que soy yo. Que recoja lo que sembró.

 Parecía especialmente serio y no se rio.

-Mamá está empeorando. No creo que le quede mucho más que unos pocos días. Sé que dentro de ti lo sabes…

-Nadie puede saber nada que no se demuestre claramente, no te me pongas santurrón.

Me quedé en silencio, mirando esos ojos idénticos a los míos. Sin embargo, no me sentía especialmente a gusto con la situación y les aseguro que sería un espejo muy tenebroso al que mirarse si fuese yo su reflejo. Chasqueó los labios, porque entendió que mi dolor superaba el perdón. Siempre había sido mucho más piadoso, pero él no ha sufrido lo que yo.

-Hazme caso, habla con ella y deja que te pida perdón. Deja que lo intente enmendar. Suelta el rencor. Al fin y al cabo, era una mujer abandonada y con la cabeza comida.

-Mira, Hernán…se nota que tú no has vivido lo que yo, relájate un poco. Y ya veré qué hago con ella. Déjame en paz con el tema.

Hernán se me quedó mirando un buen rato y me dijo muy claramente:

-Mamá nunca fue trigo limpio, sé que te desplazó a ti en especial por supersticiones y por su ignorancia, pero si tú no le dejas que se disculpe y se vaya en paz, podría empeorar todo. Aún más. Ella nunca se libró de nada de eso. La ignorancia y su miedo fue la que le dio ese extraño halo oscuro que tanto daño te hizo, pero siquiera sabemos qué habrá sufrido ella. Perdónala. Por favor.

Volví a mirarle esta vez con las lágrimas a punto de salir en medio del oscuro ambiente de montaña. La rudeza que mostré no me hizo sentir merecedor de mi hermano, tan dócil y siempre queriendo protegerme. Confieso que perdí los nervios y le dije que era un crédulo, que me avergonzaba su ridículo misticismo como excusa para que simplemente se mantuviera un status quo para con mi madre a punto de morirse; y que no me volviera a asustar con eso, pero se lo dije de muy malas formas. Creo que le hice daño. Se despertó algo dentro de mí. Sentí que, en parte, tenía razón…pero no estaba siendo lógico ni razonable. Ya teníamos bastante con haber crecido viendo a una madre santera que jugó con cosas prohibidas, con secretos, escondiéndonos de personas que no conocíamos: especialmente a mí. Ya tenía bastante con saber que la vida le había dado su merecido y que su magia tenebrosa y vengativa, su propio juego ridículo de brujería de mentira, ha sido devuelta en forma de una enfermedad que la ha mermado. Me hizo tanto daño su locura-sólo a mí, a Hernán jamás-que sólo logró llenarme de odio.

Hernán se marchaba ya al día siguiente al hospital y se despidió muy entristecido. Creo que tenía que haberle pedido perdón, pero ya no importa. Le llamaré y le diré que no he sido capaz de hacerlo porque sé que soy orgulloso y poco razonable a veces, pero supongo que él sólo quería calmar a nuestra madre porque es un ingenuo. Paseé por La Laguna en la noche, volviendo a casa desde la guagua.  La noche era helada, estaba empezando a chispear y el frío era húmedo y pesado. El silencio envolvía todas las calles, no había ni un alma.

Me equivocaba, por desgracia.

Pasé por el Museo de Antropología, la casa Lercaro, donde me dio un extraño escalofrío, y después por la plaza. A medida que iba llegando a mi piso oía unos pasos cada vez más cerca, pero nadie había. Pensé que sería mi imaginación o incluso la lluvia. Pero entonces vi realmente a alguien esperando en el portal de mi casa, quieto. Era una mujer encapuchada que me miró muy fijamente. Sus ojos me resultaban familiares y enigmáticos. Le pregunté si quería pasar, y tan sólo me dijo:

-Mira tu teléfono.

Me di la vuelta a buscar mi teléfono y había seis llamadas perdidas de mi hermano, varios mensajes. Sólo leí el primero, en el que estaba escrito: “Mamá ha muerto”.

Ya no había nadie cuando me iba a dirigir a esa mujer y a decirle cuatro cosas. Estaba empezando a asustarme, pero simplemente era porque no tenía lógica. No estaba pasando nada, no tiene sentido toda esta serie de sucesos, pero mi madre había muerto y mi hermano estaba destrozado, esa era la realidad. Subí a casa, dejé mi ropa mojada y llamé de inmediato a mi hermano Hernán, pero no estaba. Le dejé un mensaje al contestador. Justo cuando iba a colgar, oí cómo había una llamada que interfería.

Era el teléfono de mi madre. No puede ser, pensé, porque ha muerto. Será Hernán, desesperado. Llamé también a ese número, aunque empezaba a estar nervioso. Hernán me cogió el teléfono conteniendo las lágrimas. Me dijo que nuestra madre agonizaba, y pidió un momento de soledad para confesarse y recibir la unción de enfermos. Inmediatamente, murió. El sacerdote salió bastante nervioso, me dijo, y que empezó a encontrarse mal. Le dijo algo que no entendió, al parecer. Me dijo que al estar tan afligido no le entendió, y que venía de camino a casa.

Entonces recordé esos ojos que me miraron antes que eran como los de mi madre bruja, y mi intuición asustada volvió a despertarse.

Y volví a oír pasos lentos y pesados, esta vez dentro de mi casa.

Y volví a ver esos ojos ensombrecidos por la oscuridad de La Laguna que salían detrás de la puerta de la única habitación vacía. Se encendió una pequeña luz de la mesilla y tan sólo pude escuchar la voz de mi madre diciendo “libérame perdonándome”.

A la izquierda ya estaba mi hermano, observando mi cara de horror.

Me miró y me trasmitió que no tenía por qué decir nada, pero creo que eso lo empeoró todo. Ya no podía vivir con eso. Me había cerrado a todo y esto era demasiado real.

Toda la culpa que sentía, mi odio, mi rencor y mi maldito orgullo explotó. Mis emociones muertas por la pena se juntaron con la culpa y esa voz fantasmal seguía sonando en mi mente mientras miraba, con mi hermano llorando, la temible noche lagunera cuyo viento se llevó el alma atormentada que siempre permanecerá encerrada en mi fangosa existencia marcada por lo que jamás seré capaz de admitir. Y ahora: ¿qué es razonable si no tendré oportunidad jamás para salvar su alma? La locura empezó a despertar dentro de mí. Empecé a no poder escuchar apenas, tenía la visión borrosa…había perdido todos mis principios porque cometí el acto horrible de vivir del odio. El fantasma triste de mi madre siguió atormentándome toda mi vida, pero jamás sabré si fue de verdad o porque, realmente, yo no usé jamás la razón porque no la tengo. El misterio me ha dominado y vencido, ya todo me asusta, el prejuicio y el trauma me han convertido en lo que criticaba…mi pérdida de juicio me delata y ahora está allí donde intento descansar, pidiéndome una disculpa, con o sin ruido, a solas o acompañado…pidiendo el cariño que ninguno de los dos nunca tuvo.

Luz Cordero Martín-Consuegra

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