Literatura

Los grillos del Cristo

Al principio. aquel párroco del Cristo de La Laguna sufrió un costoso periodo de adaptación. La ciudad es muy fría y húmeda todo el año; y el Santísimo Cristo, imagen referente en toda la isla y casi del Archipiélago, es visitada diariamente por miles de personas.

En La Laguna se sitúa el Obispado Nivariense y periodos como la Semana Santa se viven de una manera especial, lo que hace aumentar el número de fieles visitantes, llenando de asistentes cada evento religioso, cada procesión.

El susodicho se había terminado por aceptar tanto frio, forrándose de ropa interior y cancelando su vivienda con aislantes térmicos, consiguiendo así dejar de tiritar la mayor parte del oscuro día lagunero. Sin embargo, no pudo remediar que el ruido de los grillos nocturnos le atormentaran cada noche: lo desquiciaban y no le dejaban conciliar el sueño en paz.

Consultó a los feligreses de la zona, que le aseguraban que allí era normal y se llegaría a acostumbrar. Pero pasaba el tiempo y el cura no dormía sin trasnochar, lo que producía que su rendimiento diario se aletargara por el esfuerzo de quién no descansaba correctamente y cada mañana madrugaba, para tener abierta la ermita del Cristo a las seis de la mañana: casi siempre, aún en la oscuridad previa al pronto amanecer.

Cada noche, al caer su cabeza sobre la almohada del camastro antiguo abultado por calientes sábanas de coralina y un excelente forro polar, sus oraciones se convertían en el intento de calmar los nervios producidos por el grillar de los insectos del barranco vecino que parecían invadir toda su intimidad y haberse acomodado dentro de su propia cabeza. Así que, día tras día, el párroco andaba legañoso y apesadumbrado, de tanto acompañarse de los cri-cri típicos del lugar a los que nunca se acostumbró y, por lo tanto, de aquella falta de descaso.

Lo que sí acabó siendo costumbre suya fueron aquellos rezos llenos de fuerza y necesidad, que pedían compasión a Dios para dejar de oír los recitales repetitivos de aquellos músicos invisibles que destruían su paz nocturna y le desquiciaban más que los ateos del lugar. Y tanta fuerza cogieron sus rezos que cada noche sucumbía al cansancio con la misma oración, que pedía hasta la muerte para dejar de oír grillar en sus oídos y así alcanzar la paz.

Fue una aciaga noche que, de repente, se acallaron los grillos. Sus ojos se relajaron y la noche fue el primer descanso de verdad del cura del Cristo desde que llegó a la ciudad. Durmió tan profundo que, cuando su fiel monaguillo fue a despertarle, su cara reflejaba una dulce sonrisa y parecía hasta iluminada. Esa mañana no oyó el despertador y su cama fue un auténtico refugio caliente, isla del caribe frente al invierno permanente de la humedad más grande de aquella zona tropical.

No hubo despertador que pudiera más con él. Sus oídos, que rechazaron definitivamente el grillar de grillos, ya no estaban para escuchar: el cura, repentinamente, se quedó sordo y necesitaba ayuda para cualquier cosa que no fuera dormir a pierna suelta.

Hoy ejerce en el Obispado, de ayudante, habiéndose convertido en el confesor preferido de los políticos locales. Dicen que vienen a verlo hasta los del Cabildo insular o los del gobierno regional, para contarle sus faltas, oír su redención y cumplir con gusto las penitencias que -aseguran gentes próximas- a veces se imponen sin siquiera terminar de exponer los pecados y pensamientos impuros del confesado. Según los creyentes de la parroquia lagunera, el antiguo cura del Cristo, sordo y todo, no deja de impresionar.

Pedro M. González Cánovas

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