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Lucha de clases y emancipación nacional

Cada vez que en el Estado español se habla de soberanía nacional y esa nación no refiere a la sacrosanta España (la pretérita y falangista unidad de destino en lo universal), nos vemos en la necesidad de aguantar, y se trata de una cuestión cíclica, la lectura sectaria y restringida de la lucha de clases. Una vez más, la legítima defensa de las reivindicaciones nacionales sufre el ataque de la progresía inmovilista de siempre. Estos herederos del entreguismo y la claudicación frente los aparatos políticos y fácticos del Estado capitalista español siempre reaccionan igual. Para ellos, los procesos de emancipación nacional están guiados por intereses burgueses y chovinistas. Desde su óptica “revolucionaria”, la izquierda que habla de lucha de clases y de emancipación nacional estaría presa de los intereses de las oligarquías locales. En consecuencia, la unidad de España, para esta progresía, se convierte en requisito sustancial de la emancipación del proletariado. La Unidad de España, esa Una, Grande y Libre que predicó el régimen nacionalcatólico de Franco, sería baluarte y luz de las masas proletarias.

En la otra orilla, a considerable distancia (mucha distancia), estamos los que pensamos que la dominación política y la institucionalización de un conjunto de identidades fosilizadas no aportan nada a la emancipación de individuos y colectividades. Se trata de corazas político-metafísicas que persisten solidificadas, se perpetúan y se transmiten socialmente; y, al mismo tiempo, reproducen y perpetúan una visión del mundo fundada en el dominio. A fin de cuentas, una conciencia política que se rebobina sobre sí misma y que solo es capaz de encontrarse entre sus propios límites. Límites que solo ofrecen la imagen de un mundo estrecho, cerrado y concluso.

Las luchas de liberación de los pueblos, como las otras luchas de liberación y de humanización, se legitiman porque son luchas de la gente, luchas en las que se abren los horizontes ideológicos de las grandes mayorías. Los procesos de emancipación nacional remueven ese mundo estrecho y cerrado y, por pura necesidad, propician la ruptura de las viejas relaciones de poder.

La toma de consciencia colectiva y, por tanto, de ser comunidad viva y capaz de sí misma se configura como un momento único a la hora de apostar por un liderazgo revolucionario; un liderazgo revolucionario que tiene todo el potencial para ser un liderazgo de los sectores desposeídos. Las mayorías subalternas tienen en ese preciso momento una oportunidad. Por eso las oligarquías dependientes dudan mucho y temen esos procesos. Los procesos de liberación nunca son su mejor opción; no son la mejor de las alternativas para las burguesías locales; por eso dudan y, siempre, ralentizan y frenan dichos procesos de emancipación.

Un acercamiento a la historia de las luchas de liberación permitirá verificar ese “factor histórico”. Las oligarquías locales conforman, junto con las élites político-empresariales del Estado-metrópoli, el principal lastre de los procesos de liberación. Es decir, digan lo que digan, cuando lo que está en juego es la autenticidad de un proceso de construcción nacional, son las masas las que empujan. Sin las masas no hay pueblo, y son los pueblos los que, irremediablemente, abren brecha. En ese momento, empujadas por esa masa-pueblo, las élites burguesas se ven obligadas a decantarse.

La palabra “pueblo”, ya lo advertía Lenin, no tiene una exclusiva traducción burguesa. Muy por el contrario, es una noción que también tiene una lectura subversiva y transformadora. De esta forma, frente a los que ven en ese “pueblo” una suma de individuos inconexos, otros vemos un nudo de relaciones, dependencias y solidaridades. Lo colectivo no es insustancial ni se pretende solidificar graníticamente. Los lazos de lo colectivo nacen de la fusión de lo diverso. La emancipación de los pueblos no pretende -ni históricamente lo ha supuesto- un cierre sobre sí mismo. Muy por el contrario, se genera un mundo nuevo lleno de posibilidades. Y no se trata de un mero “posibilismo”; lo que acontece es una verdadera oportunidad revolucionaria. Se trata de un momento histórico en el que poder consolidar grandes transformaciones sociales. En definitiva, un momento en el que se abren todas las posibilidades de romper con las cadenas y con las palabras que dan cuerpo litúrgico a toda dominación.

Por todo esto, la apuesta emancipadora no supone que nos dejemos llevar por somnolencias idealistas y una rutilante noción de progreso. No se trata de una cuestión meramente moral o psicológica la que enfrentamos. Lo que está en juego, como ya advertimos, es la propia humanización política (y también biológica) de la sociedad. Por eso debemos hablar de quebrar límites -eso y no otra cosa es lo que se denomina ruptura democrática- para alcanzar la verdadera soberanía política; soberanía que debe ser total e intransigente. Es decir, reivindicar el conflicto como principal garantía democrática. Teniendo en cuenta la importancia de esa ruptura con la cosificación de lo humano-vivo y con el consumo de valores simbólicos alienantes que, en primera y última instancia, tienen en la extracción de rentas –el expolio y la desposesión de los pueblos- su rostro más terrenal.

 

 

 

Adán L. González Navarro

 

 

 

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