Sobre el amor y el deseo
En una ocasión el escritor José Saramago dijo que, si uno está casado, no siempre estás casado con una misma mujer, sino con una cantidad de identidades distintas, la mujer que te quiere, la mujer que parece que te odia, la mujer que te reprende y te castiga si has hecho algo mal, la mujer que juega a ser madre justiciera, la mujer tierna y amorosa, la mujer protectora, etcétera. ¿Qué es el amor? Difícil pregunta, con difícil respuesta. Sobre todo, si se formula en estas islas, que son la región con mayor porcentaje de divorcios de todo el Estado. ¿Por qué aquí las parejas fracasan más que en otros lugares? ¿Será por el clima subtropical, con tanto sol? ¿Será porque hay mucho turismo? ¿Será porque somos más infieles que en otros lugares?
Dicen los pensadores que el impulso del deseo constituye la base misma del arte y la cultura que toda creación nace como producto de la apetencia por algo trascendente: el deseo de inmortalidad, el de obtener la gloria celestial, el de capturar la belleza para exhibirla a los demás el de obtener bienes y lisonjas terrenales. el de la fama, el de rendir a quien se ama. Bendito deseo que viene a ponernos en pie desde que nacemos y nos mantiene en vigilia durante la travesía de la vida, tan importante es su reclamo.
¿Y qué sería el amor sino una mezcla de deseo físico y de convivencia espiritual? Un cóctel de tantas cosas diversas, que habría que alimentar día tras día porque nada garantiza que una pareja sea estable y sobre todo que dure el mayor tiempo posible, aquella fórmula que se pronunciaba de que “hasta que la muerte os separe”.
Algunos hemos tenido la gran suerte de que, después de innumerables tropiezos, hayamos podido encontrar una persona suficiente y adecuada para convivir con ella. Así que me considero muy afortunado ya que, desde hace muchos años, y después de naufragios y reencuentros, conozco a una mujer que si no es mi media naranja se le aproxima mucho. Y si me despierto por la noche en verdad me asombra que esté a mi lado, creo que es un prodigio, casi un milagro.
Hemos celebrado el llamado día del amor, una de tantas festividades construidas a partir de la publicidad de los grandes centros comerciales. En teoría, es lo que nos venden, San Valentín es el protector de los novios y las novias de todo género y condición, de los amantes oficiales o clandestinos, de los platónicos y de los reales. Se relaciona con una antigua festividad de tres días del Imperio Romano: las Fiestas Lupercales, con todo tipo de excesos. Estas hacían homenaje a Lupercus, protector de pastores, y a la loba que alimentó a Rómulo y Remo, fundadores de Roma según la leyenda.
Este festejo se adelantaba en primavera, durante días de febrero, y celebraba la fertilidad. En resumidas cuentas, era una fiesta pagana. Este detalle no fue agradable para la Iglesia Católica que, en el siglo V, optó por darle un nuevo significado. En el 198, el papa Gelasio I decidió que el 14 de febrero sería la fiesta de San Valentín, un popular mártir de la Iglesia. Según las referencias, Valentín de Roma fue un médico que se hizo sacerdote para casar a soldados. Esto, lo hacía contra los deseos del emperador Claudio.
Aunque la fiesta en honor al sacerdote ejecutado comenzó en el siglo V, no fue sino hasta más avanzada la edad media que la fecha comenzó a ser relacionada con el amor. Pero solo cuando llegaron los grandes almacenes se hizo multitudinaria, es el día de las flores, de los regalos y de volver a contar los pétalos de las margaritas: me quiere, no me quiere.
Luis León Barreto