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Tegueste en los cuarenta, circos, luchadas y escuelas de niños

Tal vez fuera mediada la década de 1940 cuando a Tegueste llegó un circo. Se instaló en la plaza con su carpa. No era novedoso que llegasen circos al pueblo, pero no todos tenían carpa. Solían ser circos con payasos y malabaristas, pero éste venía con un número especial que llamó mucho la atención, pues se presentó con un gorila. Este breve relato que les escribo fue contado por un niño, sacado de sus recuerdos infantiles, así que bien pudiera no ser un gorila, pero sí un simio de los grandes.

El montaje del circo, con su carpa de colores, andamios metálicos oxidados, travesaños de madera que hacían de graderío y el bullicio ajeno a la tranquilidad del pueblo, eran reclamo suficiente para que todos conocieran su presencia.

El gorila acabó escapándose por las calles cercanas y entró en casa de Zoilo Cruz Pérez y Juliana, su mujer, sorprendiendo al pequeño Pepe. Vivían en la calle de la Audiencia, bastante cerca del improvisado escenario circense. Pepe no tuvo tiempo de escapar y fue mordido en la cabeza. Sus gritos alertaron a los vecinos, pero más a Juliana. Cuentan que dando voces y gritos se lanzó hacia el gorila con un pequeño palo y le hizo huir.

Juliana era muy amiga de Concha Delgado Molina, vecina que vivía un poco más arriba. Solían verse de cuando en cuando en casa de una o en casa de la otra. Un día Juliana visitó a Concha y, entre ambas, acordaron brindar con una copita de caña mientras se animaba la conversación. Mandaron al hijo de Concha, Juanito Fajardo, a comprar una botellita pequeña del codiciado licor. Juanito debía tener una docena de años por aquel entonces, tal vez menos. Como nació en 1934, aquello debió acontecer mediada la década de los cuarenta del siglo XX, pongamos hacia 1945 Le pusieron una chaquetita para que llevase el envase en el bolsillo y lo trajese con el disimulo pertinente.

La Venta de Foronda estaba algo más abajo de la plaza y el encargo fue atendido. Juan era entusiasta de la lucha canaria y al llegar a la plaza, ya de regreso, un grupo de jóvenes bregaba entre broma y serio. No es menester recordarles que Tegueste ha sido denominado por muchos como “la cuna de la lucha canaria”. Les miró no sin ganas de entablar “combate”. Uno de ellos le retó y, como no se le daba mal, aceptó la lucha. Dejó a un lado el abrigo y en él guardó el recipiente con el esperado líquido. Bien colocado el abrigo, con el bolsillo resuelto para impedir que se derramase el licor, se apresuró a agarrarse con el retador.

Juan Fajardo era un muchacho más bien tímido, no muy grande de cuerpo, pero con un nervio especial para el arte de la lucha canaria. Su padre, Luciano Fajardo González, tampoco era de gran estatura, pero sí considerado un hombre fuerte. Solía mostrar la habilidad de cargarse al hombro un saco de papas con los dientes. Un pequeño corro de niños se formó para ver el espectáculo, como si un número más del circo se tratase. “Casi siempre ganaba, pero no siempre” me dijo un día cercano. Le gustaba recordar algunas luchadas de niños en cualquier rincón de Tegueste. Sin embargo, recuerda especialmente cuando un chico algo mayor le retó en La Placeta, junto al chorro de abasto. Era Luis Soto al que ya había derribado en ocasiones anteriores. En esa ocasión Soto le dio un “toque por dentro” y le raspó toda la cara contra el suelo. Creo que Juan recuerda esa luchada aún como un acontecimiento desagradable, porque se apresuró a decir “lo tiraba, era mayor pero ya lo había tirado antes, y a otros chicos mayores también”. A esta altura de la narración, he de decir que Juan es mi padre y que me cuenta historias de su pueblo natal a menudo.

En esta ocasión, la improvisada luchada era junto a la escuela nacional, bajo una palmera de la plaza de San Marcos. Tres luchadas y tres victorias. Juanito recogió su abrigo y salió corriendo a casa. A mitad de camino percibió un ligero olor a caña. Se había derramado algo, aunque quedaba bastante. Sin embargo, sabía que su madre no iba a estar de broma. Jadeando llegó bajo la atenta mirada de su madre. Había otra visita inesperada. Otra señora vecina estaba en casa y era preciso no sacar el licor. Pero el olor era perceptible al fino olfato de la señora que mientras se marchaba no paraba de decir “vaya olor a caña o a algo parecido”. Juanito, inquieto, se movía de un lado a otro esparciendo el olor hasta que la mirada de su madre le hizo paralizarse junto al chaplón del patio. La vecina no tardó en irse. Juliana y Concha disfrutaron el buche de caña y se despidieron.

-Juanito, ven aquí –se escuchó como un látigo que silva al aire-.

Antes las madres eran hábiles con la chola, ahora no.

No puedo precisar si el gorila fue capturado con rapidez y llevado de nuevo a los barrotes de su jaula, para continuar su labor circense en el pueblo. Pero sí que siguió su peregrinaje por otras plazas asombrando al público. También que luego fue relegado a una triste vida en alguna jaula de la vecina ciudad de La Laguna. Dicen que lo compró alguien del cuartel del Cristo, que trató de morder a alguien y por eso acabaron con él. Dicen que cada año a Pepe le “criaba” la cicatriz que, para siempre, marcó la piel de su cabeza. Dicen que, cuando murió el gorila, dejó de supurarle la pus anual.

Juan Fajardo, como otros niños teguesteros de los cuarenta, fue a la escuela situada más debajo de la plaza principal, en un pequeño callejón sin salida, con el maestro Santiago Melián. Luego en Las Toscas, con doña María, cerca del Corazón de Jesús. Más tarde junto a la plaza. Un salón medianamente acomodado con pupitres y una pizarra. Lo suficiente para aprender a leer, escribir y las consignas propias del régimen autocrático que poco antes se había consolidado. No recuerda si había niñas así que debemos imaginar que no. El maestro se llamaba don José, debía ser menudo pues lo recuerda como un hombre bajito, tal vez peninsular. Tiempo después lo pasaron a la escuela de Federico Fajardo, su tío, hombre vinculado al mundo del teatro y de la cultura. Las posibilidades de los niños de Tegueste para estudiar eran mínimas y, en las escuelas del pueblo, se cerraban casi todas las posibilidades. Sin lugar a dudas, Federico hizo lo posible para convencer a su hermano mayor de que su hijo siguiera estudiando algo más, pero para eso debía acudir a la ciudad vecina. La Laguna está a pocos kilómetros de Tegueste. Por la carretera que cruza Las Canteras, tal vez cinco o seis kilómetros. Por el antiguo camino de Las peñuelas, que discurre en línea casi recta, tal vez tres. Y así sucedió. 

Don César Puente Tamayo tenía su escuela en la calle Herradores, algo más debajo de la ferretería. Había sido cura, pero se salió y vivía con su mujer doña Ñita, siendo conocido como un reputado maestro. El pequeño Juan aún no lo sabía, pero tal vez sus idas y venidas a La Laguna forjaron su destino.

Por las mañanas debía ir al monte a buscar leña y ramas para las cabras y para el hogar. Por la Degollada o por El Caidero lograba buenos “jaces” que cargar a veces en compañía de mujeres u otros chiquillos. Si te encontraba el guardamonte, tenías que dejar la carga, pero no la podona si podías escapar. Por la tarde tocaba subir el camino de Las Peñuelas, empinado y sinuoso, a veces mojado y embarrado. Al llegar a la cima aparecía fresca la llanura de Aguere. Bajar por San Diego a veces era a la carrera. Entre otras cosas para evitar a unos niños de unas casas cercanas que solían esperar con piedras y mala leche. “Les llamaban los ferrujas y me lanzaban piedras al llegar a San Diego”.

En la escuela de don César había otra veintena de niños o algo más. Pero la aventura duró hasta que la tarifa subió a veinticinco pesetas y eso ya era demasiado.   

Con esa formación alguien decidió que Juanito debía presentarse a las pruebas para hacer el Bachillerato en La Laguna, probablemente su tío Federico. Debía presentarse en el Instituto Cabrera Pinto en la fecha y hora convenida, tal vez en 1946, ante los maestros del centro.

Juan no tenía una camisa decente para ir a la ciudad. A La laguna no se iba vestido de cualquier modo y la ocasión era un acontecimiento especial para una familia pobre del campo. Así que Concha acudió a su vecina y amiga Juliana para pedirle una camisa de su hijo Pepe, a quien la cicatriz de la mordida del gorila a veces le supuraba.

La Misteriosa Piedra de la Audiencia de Tegueste

Juan se ajustó la camisa, se fajó, y se preparó con antelación. El camino de las Peñuelas le cogería tal vez hora y media. Era una camisa azul algo desgastada. Le habían quitado el yugo y las flechas que un día llevó. Por primera vez entró al Instituto de Canarias y no pudo evitar mirar sus columnas de piedra, sus sólidos muros y sus enormes puertas de madera que crujían al rodar en sus quicios.       

¿Cuál es la bisectriz de un triángulo? espetó un serio maestro.

El silencio fue incómodo, la mirada de los maestros caía sobre los ojos verdes del muchacho que, desconcertado, miraba los dibujos de la pizarra sin saber qué responder, sin moverse, sin apenas pestañear. Uno de los maestros señaló una de las rayas que atravesaban la geométrica figura y volvió a preguntar si era esa que él tocaba con su índice. Y Juan afirmó, indeciso, y superó la temida prueba. Aún hoy se pregunta si el color de la camiseta fue determinante ¿Quién lo sabe?

 

Ricardo Marcos Fajardo Hernández

 

 

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