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La Misteriosa Piedra de la Audiencia de Tegueste

La micro historia de los pueblos se compone de sucesos que pasan por algunas generaciones hasta perderse en el olvido. Algunos se conservan envueltos en el misterio de otros tiempos y son solamente desempolvados por algunos amantes de las curiosidades del pasado. No corren buenos tiempos para los pequeños sucesos que sucumben ante el exceso de información que corre y vuela y se olvida en unas horas. Recibimos cada día tantos fragmentos de realidad lejanos a nuestro familiar acontecer que pasan desapercibidas anécdotas en las que toman protagonismos actores más cercanos. Es el caso de la misteriosa desaparición de la piedra de la Casa de la Audiencia en Tegueste. 

Debió ser una mañana de noviembre de un día cualquiera, tal vez domingo, cuando se supo de la desaparición de una de esas pesadas y enormes piedras labradas, esquineras, de la cara norte de la Casa de la Audiencia. Algún desaprensivo la había arrancado de cuajo como si de una muela podrida se tratara. Tal vez estaba algo suelta pero una esquinera de tales proporciones no cae sola y mucho menos desaparece sin que nadie supiera nada. Hubiera parecido un detalle insignificante en cualquier otro momento. Tegueste, en la postguerra civil, era un nido de resentimiento no diferente al de otras localidades y el primer lustro de los años cuarenta no era momento para bromas. A los propietarios de la antigua Casa de la Audiencia, donde se reunió el Cabildo en 1583, gente de poder con buenas relaciones con la autoridad, no les hizo gracia e indagaron por todo el pueblo. Nadie dijo nada. Nadie supo nada.

Junto a la casa de la audiencia vivían Juana y Trina Delgado, mujeres de la muela retorcida, con Concha Delgado, sobrina de ambas, y Luciano Fajardo, marido de ésta. Algunos Fajardo se habían establecido en Tegueste durante el siglo XVIII procedentes de Fuerteventura. Eran boyeros, jornaleros, picapedreros y no faltaron algunas venas familiares simpatizantes con los movimientos de izquierdas y republicanos. Luciano no hablaba de política, se dedicaba a la albañilería y guardaba tiempo para dedicar a sus viñas y a algunas cabras. Así que, de cuando en cuando, pasaban por la exigua bodega algunos amigos vecinos.

Antonio “el duro” vivía junto al Puente de Palo. Le unía una amistad prolongada con Luciano. Además de una fuerza descomunal tenía verbo fácil, sentido del humor y alguna mala idea. No podía negar sus antiguas simpatías izquierdistas. Zoilo, por su parte, era un hombre menos labrado, recio y duro como el cuero, de pocas palabras. Siendo peón en una casa notable sus empleadores le afiliaron a falange y el hombre se sintió crecido y con autoridad entre sus paisanos. Luciano tenía aprecio a ambos, especialmente a Antonio “el duro”, pero sabía que juntos era como mezclar lobos con corderos.

Un atardecer en casa de Luciano Fajardo, con unos vasos sobre un viejo tonel a modo de mesa, no faltaron a la cita algunos amigos. Es sabido que el vino de Tegueste bien tomado provoca cierta alegría. “El duro se subió a una barrica y llamó a todos la atención con sorna para dedicarles una fingida homilía, “hermanos todos, sean bienvenidos a esta casa, brindemos con el cuerpo de cristo…”. Zoilo no pudo reprimir un brote de ira en su mirada. No podía consentir tal provocación dada la talega de autoridad que le habían colocado a la espalda, “bájate de ahí y déjate de machangadas…” Antonio bajó, mejor saltó como un gallo de peleas, con los puños en guardia y la mirada clavada en los ojos de Zoilo. Sabía que tenía mucho que perder si se enfrentaba a un falangista y contuvo su impulso inicial cuando le tenía a mano. El bravo Zoilo temía el poder de su contrincante y pese a su autoridad política no quería llegar a las manos con un rival capaz de derribar a un toro. Luciano intervino rápidamente llevándose a un lado a Antonio “contigo tengo más confianza y sé que me vas a entender, ya hablaremos otro día, pero ahora te pido que te vayas de mi casa”. Y hubo otros días. Y la amistad entre ambos continuó incluso de manera más fuerte. Cuando había alguna celebración Antonio era invitado. Sin embargo, entre Zoilo y El Duro se mantuvo cierta inquina que ninguno escondía.

Continuando con la desaparición de la piedra de la casa de la audiencia. Fue una noche en la que también hubo gentío en casa de Luciano. Tal vez una tafeña de castañas, tal vez una muerte de cochino. Fajardo era bueno con el marrón y alejaba a los cochinos de la vida de un sólido golpe. Por eso le llamaban, porque no hacía sufrir a los animales. Como paga, un buen trozo del animal era la costumbre. Se juntaron varios vecinos, varios amigos, por supuesto hombres. La jarana continuó hasta entrada la noche en que se fueron marchando. Uno de los últimos en irse fue Antonio El Duro. Ya estaba el pueblo solitario y en silencio. Concha, la mujer de Luciano, con esa intuición que nunca le abandonó en la vida, se mantuvo despierta unos instantes. Lo justo para escuchar que afuera había gente, que alguno no se acabó de marchar. 

-Escucha Luciano –dijo a su marido- creo que ahí fuera hay alguien, no sé, tirando algo en la huerta. Los niños, María Candelaria, Juanito y Felisia, también sobresaltados, escuchaban la escena buscando por la ventana alguna sombra.

Luciano se apresuró a salir a ver qué sucedía. De nuevo le frenó por un instante la voz de Concha Delgado.

-Espera, que te acompañe Juanito.

Luciano salió con cautela, en silencio, como amarrando sus pisadas bajo la atenta mirada de su familia. Juanito tendría diez años, tal vez once, porque nació por el solsticio de verano de 1934. En la calle del Puente de Palo una figura se alejaba en la oscuridad, no podía ser otro que Antonio El Duro. Parecía que hablaba en solitario, que reía o tal vez cantaba entre dientes. En medio de la calle terrera estaba inmóvil, “delatoria”, una enorme piedra rectangular bien esculpida. Alguien la había sacado del muro de la Casa de la Audiencia y la había dejado tirada en medio de la calle del Puente de Palo. Probablemente Antonio no había pensado en las consecuencias de haber arrancado tan insignificante trofeo de la casa de una de las familias más poderosas de Tegueste. Los Melián no desaprovecharían la ocasión para hacer ver su poder al pueblo. Nadie arranca una piedra esquinera de los Melián sin quedar impune. 

Luciano tenía fama de hombre fuerte. Le gustaba saborearse cargando un saco de papas con los dientes. Sabía que las sospechas caerían sobre Antonio o tal vez sobre él mismo. Agarró la piedra y la puso cumplida hacia la luna, la apoyó primero contra sus rodillas y, poco a poco, la fue levantando sobre los muslos, sobre el vientre y finalmente la abrazó y la colocó sobre los hombros como un guanche de otro tiempo. Avanzó tomando el aliento hasta la cancela de la huerta que tenía medio centenar de metros más allá.

-Abre, vamos, abre esa cancela.

Juanito obedeció sin acabar de comprender qué estaba haciendo su padre, pero, intuyendo que sea lo que sea que estuviese haciendo debía ser en eterno silencio. Luciano avanzó por el medio de la huerta. En ella solía plantar algunas papas, viñas, bubangos y otros productos de subsistencia. En el extremo norte tenía un corral donde criaba conejos, gallinas y alguna cabra. Junto al corral había plantado un peral. Sacó una guataca y se puso a cavar en silencio, con golpes cortos, como si no quisiera hacer más ruido del imprescindible. Solamente paró cuando vio que el hueco era lo suficientemente grande. Arrastró la piedra esquinera de la Casa de la Audiencia dándole vueltas metiéndola en el hoyo y enterrándola bajo una ligera capa de tierra. Allí yace la piedra, allí y en el recuerdo infantil de Juanito, de Juan Fajardo Delgado.

Los Melianes y las autoridades buscaron la famosa piedra los días siguientes. Preguntaron insistentemente a los vecinos. Una piedra no se arranca sola de una muralla, no desaparece. Nadie vio nada o nadie dijo haber visto nada, nadie supo nada. Poco a poco se fue olvidando el incidente. Antonio “el duro” no hizo ningún comentario a Luciano. Luciano no mencionó nada a nadie, nunca más. Han pasado más de siete décadas de silencio y solamente queda en Juan Fajardo una vaga idea de lo sucedido.

-Sabría dar con la piedra, seguramente la encontraría –me dijo- Te lo diré a ti, hijo, y ambos sabremos dónde se encuentra.  

Ricardo Fajardo Hernández




Un comentario en «La Misteriosa Piedra de la Audiencia de Tegueste»

  • Me ha encantado este relato por su contenido y por forma de exponerlo.

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