Cuando el vertedero crece
En 2025, el Cabildo de La Palma destinará más de 11,2 millones de euros a la gestión de residuos, un presupuesto considerable que se orienta casi exclusivamente a paliar las consecuencias del sistema, en lugar de trabajar en transformarlo desde la raíz.
En La Palma, la gestión de residuos entró en una nueva fase con la reciente apertura de una celda de emergencia en el vertedero de Los Morenos, y digo vertedero porque me niego a usar el eufemismo de “complejo ambiental”.
Esta infraestructura, que colmatará en el mejor de los casos en apenas dos años, ya tiene prevista una ampliación que permita gestionar basura durante otros diez más, y aunque esta noticia sea ya lo suficientemente alarmante en sí misma, lo verdaderamente angustioso es el horizonte al que apunta: una isla que sigue generando residuos sin freno, sin una estrategia clara para evitarlo desde el origen.
En los últimos diez años, La Palma se ha mantenido en una media de 340 kg de residuos urbanos por habitante al año, sin apenas variaciones, y la situación actual es que tras la ligera bajada durante la pandemia nos volvemos a encontrar en una preocupante tendencia ascendente.
A nivel estatal, Canarias es la segunda comunidad autónoma que más residuos urbanos genera por habitante, solo por detrás de Baleares —vaya, territorios insulares ambos, ¿por qué será?—. Estos datos reflejan con claridad que el modelo actual no está funcionando.
A pesar del claro fracaso de las políticas que se han llevado a cabo hasta ahora, el enfoque institucional sigue siendo el mismo. Se apela a la concienciación individual y se transfiere el coste del sistema a la ciudadanía. El consejero insular de Residuos, Fernando González, defendió recientemente el principio de “quien contamina paga”, proponiendo sanciones y bonificaciones según la separación de residuos. Además, instó a los ayuntamientos a adaptar sus tasas a la Ley 7/2022, que exige que antes de abril de 2025 —es decir, ya mismo— todos los municipios implanten una tasa que cubra el coste real de la gestión.
Mientras, las instituciones locales responsabilizan a la ciudadanía por la gestión de sus residuos y siguen ignorando el papel determinante que ellas mismas juegan en el diseño del modelo de consumo y producción. En 2025, el Cabildo de La Palma destinará más de 11,2 millones de euros a la gestión de residuos, un presupuesto considerable que se orienta casi exclusivamente a paliar las consecuencias del sistema, en lugar de trabajar en transformarlo desde la raíz.
Al mismo tiempo, se respalda la expansión de grandes superficies como Lidl o Mercadona, que desprecian el producto local e imponen un modelo de consumo insostenible, marcado por el transporte a larga distancia, el embalaje innecesario y el despilfarro sistemático.
Este modelo, intensivo en envases y residuos, no solo afecta a lo que compramos, sino también a cómo y por quién se produce. Las exigencias de estas cadenas —volúmenes elevados, uniformidad visual y condiciones comerciales que excluyen a quienes producen de forma sostenible— expulsan del mercado a la agricultura familiar, reforzando una distribución que debilita nuestras economías rurales y genera toneladas de residuos desde el origen. Y mientras esto ocurre, las administraciones locales penalizan a palmeros y palmeras por su comportamiento individual, pero no activan políticas estructurales que ataquen las causas del problema, aun teniendo herramientas para hacerlo.
No se impulsan los circuitos cortos de comercialización, ni se apoya al pequeño comercio que podría ofrecer alternativas reales al actual modelo de distribución. En territorios insulares como La Palma, donde el espacio es limitado y la dependencia externa casi total, avanzar hacia sistemas circulares, locales y resilientes no es solo deseable, es urgente.
Según la FAO —la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura—, un tercio de los alimentos producidos en el mundo se pierde o desperdicia, en gran parte por exigencias estéticas impuestas por estas grandes cadenas. En paralelo, el sobreempaquetado sigue desbocado. Un estudio de 2018 estimaba que el 70 % de todos los envases fabricados se utilizaban en el sector alimentario, pero hacer la compra en este tipo de hipermercados no es una elección libre de la ciudadanía, es la única opción que se nos ofrece en un escenario donde los canales de comercialización local han sido desmantelados o nunca llegaron a impulsarse.
La gran distribución concentra el poder económico y moldea un modelo logístico profundamente insostenible. A pesar de su impacto, sigue recibiendo apoyo institucional en forma de licencias, cesión de suelo público y escasa fiscalidad ambiental, y sus consecuencias no son solo ecológicas, sino también sociales y territoriales. La desaparición del pequeño comercio en zonas rurales y el cierre de tiendas de barrio ha debilitado enormemente el tejido social, ya que, como demuestra un estudio reciente de la Universidad de Valencia, el comercio local cumple funciones esenciales para la vida comunitaria, especialmente entre personas mayores, mujeres y población sin acceso a transporte.
Si el Cabildo y los ayuntamientos quieren tomarse en serio la economía circular y la reducción de residuos tanto como dicen, deberían mirar más allá del cubo de la basura y actuar sobre el origen del problema. Es fundamental incentivar fiscalmente la compra local y a granel, apoyar al pequeño comercio, a los grupos de consumo y a personas o asociaciones productoras. También es clave ofrecer infraestructuras y apoyo logístico al sector primario local, así como financiar programas educativos que fomenten un consumo crítico sin culpabilizar a la ciudadanía.
Estas acciones no solo reducirían la generación de residuos, sino que además revitalizarían las economías rurales, crearían empleo local y reforzarían la soberanía alimentaria. Todo ello, con un impacto positivo en la cohesión social y la salud de palmeros y palmeras.
Porque la economía circular no empieza en el contenedor, empieza en las decisiones institucionales que permiten —o impiden— que otra forma de consumir y producir sea posible. Si no se transforma el sistema desde la raíz seguiremos construyendo vertederos cada vez más grandes mientras enterramos también el futuro de esta isla.
No podemos permitirnos ni una celda de vertido más, ni seguir atrapados en los mismos parches y discursos vacíos de siempre. La parálisis institucional no es casual, es funcional al modelo que nos ha traído hasta aquí.
Desde Drago Canarias no venimos a gestionar esa decadencia, venimos a disputarla. Apostamos por un modelo justo y soberano, que rompa con la lógica del despilfarro y la dependencia y devuelva a nuestra tierra el control sobre sus recursos, su economía y su dignidad. Porque si no lo hacemos nosotras, está claro que no lo hará nadie.
Sara Hernández, portavoz de Drago Canarias en La Palma