De la oscuridad a la comunidad
Tras una semana del cero energético que afectó el lunes pasado a millones de personas en la Península Ibérica, me gustaría hacer una reflexión al respecto, desde el reconocimiento de que el privilegio de no haberlo vivido en primera persona me permite analizarlo con cierta distancia.
Para la gente como yo, que creemos fervientemente en que las personas somos buenas por naturaleza, y que es la cooperación y no la competitividad la que acciona las palancas de la evolución —en el mejor de los sentidos—, observar cómo reaccionamos como especie a eventos así me fascina.
Tras las primeras horas de caos, desconcierto e incertidumbre se fueron abriendo paso incontables estampas de ayuda mutua: vecinas arrejuntadas en los portales compartiendo una radio para estar informadas, comunidades organizándose para cocinar con gas y compartir alimentos, jóvenes compartiendo baterías externas, gente guiando espontáneamente el tráfico, personas acompañando a gente desorientada a llegar a sus casas, etc.
Como reza el epílogo de Un paraíso en el Infierno, de Rebecca Solnit, “hay dos cosas verdaderamente relevantes en el breve instante del desastre […] la generosidad de quienes nos rodean, su capacidad para sobreponerse e improvisar otro tipo de sociedad […] y la comprensión de lo profundo que es nuestro deseo de conectar con los demás, de participar, de ser generosos y resolutivos”.
Cuando la red eléctrica colapsó, se activó la verdaderamente importante, la red que sostiene la vida; y se iluminó, quizás, la posibilidad de una energía pensada no como mercancía, sino como derecho y bien común. Y es ahí donde me gustaría poner el foco, porque si el colapso momentáneo de un sistema centralizado nos permitió vislumbrar otra forma de relacionarnos —más solidaria, más humana—, quizá también nos obligue a preguntarnos cómo queremos que sea el sistema que sostiene un elemento tan central en nuestra autonomía y bienestar como es la energía.
En territorios archipielágicos como Canarias, aunque no sufrimos directamente los efectos del “cero” de la semana pasada, sabemos bien lo que es vivir bajo un sistema vulnerable: cortes, sobrecargas, apagones localizados, dependencia del exterior… La insularidad no nos da inmunidad, sino que a menudo acentúa nuestras debilidades.
Nuestras islas cuentan con sistemas eléctricos centralizados y aislados entre sí, alimentados en gran parte por combustibles fósiles importados. Esta dependencia no solo tiene implicaciones ambientales, sino también sociales y políticas. Implica precios altos, riesgos de interrupción del suministro y una absoluta falta de control por parte de la ciudadanía. Además, el beneficio económico de esa dependencia no se queda en Canarias. La generación está en manos de Endesa, con un capital de más del 70 % perteneciente a la multinacional italiana Enel, controlada a su vez por el Estado italiano. El transporte, por su parte, está gestionado por Red Eléctrica de España (Redeia), cuyo accionariado incluye a fondos como BlackRock —uno de los más especulativos del planeta, con intereses opacos, prácticas extractivas y un historial de inversiones en sectores contaminantes—. En este modelo, los beneficios generados por nuestra factura eléctrica se extraen del territorio y acaban en fondos extranjeros o grandes patrimonios privados.
La falta de soberanía energética en Canarias no es solo una cuestión técnica, sino profundamente política. La energía, como el agua o el suelo, debería estar bajo control público o comunitario. Sin embargo, el sistema actual, con una estructura centralizada y dominada por grandes corporaciones, no responde a las necesidades ni a las particularidades de los territorios insulares. Este modelo perpetúa desigualdades y limita las posibilidades de desarrollar soluciones propias, adaptadas y democráticas.
Frente a esta realidad y al igual que ocurrió el pasado lunes, son las comunidades y lo cooperativo lo que nos ofrece un horizonte distinto. Las cooperativas energéticas no solo producen energía renovable local, sino que fortalecen el tejido social, promueven la participación democrática y fomentan la equidad. Tal y como se recoge en el último informe de ECODES y el Laboratorio de Economía Social de la Universidad de Zaragoza, este modelo genera empleo, arraigo y sentido de pertenencia. Estas comunidades no son solo infraestructuras descentralizadas, son también herramientas de transformación social, espacios donde la gente se organiza, decide y construye alternativas concretas desde abajo.
En La Palma, la cooperativa Energía Bonita —de la que soy una orgullosa socia— está demostrando que es posible unir a palmeras y palmeros para generar y gestionar nuestra propia energía de forma sostenible. Gracias a su trabajo, cientos de personas estamos participando activamente en la transición energética de la isla.
Como planteó la escritora e investigadora especializada en tecnología y poder Marta Peirano en su último artículo, en vez de esperar soluciones desde arriba, las comunidades energéticas nos enseñan que podemos dejar de ser un problema y empezar a ser parte de la solución. Que podemos ser autónomos, solidarios y eficientes, y que en el proceso nos volvemos mejores vecinas y vecinos.
En un mercado eléctrico dominado por un oligopolio de grandes empresas y capital extranjero, estas iniciativas ciudadanas ofrecen una alternativa real, y a diferencia de las grandes eléctricas, el capital generado no se fuga, sino que se reinvierte en el entorno, mejora el tejido social y multiplica los beneficios locales. Es una forma de reapropiarnos del valor de algo tan esencial como la energía.
Pero para que estas alternativas ciudadanas prosperen y escalen es imprescindible que quienes nos gobiernan —que históricamente han estado del lado del oligopolio— se alineen con esta visión y la impulsen desde el poder público. Desde Drago Canarias, ya en nuestro programa electoral de 2023 defendimos una transición energética justa con la ciudadanía en el centro, con medidas como la creación de la Oficina Canaria para la Accesibilidad Energética, el impulso al autoconsumo y la eficiencia, y la exigencia de planificación participativa. Apostamos también por la justicia territorial, el empleo local y las comercializadoras públicas, y rechazamos la imposición de macroparques sin consulta. Esta visión no es coyuntural, es coherente con nuestra defensa de un modelo de país más justo, democrático y sostenible.
La soberanía energética debe ser democrática, insular y colectiva. Y no se trata solo de cambiar de fuente energética, sino de transformar nuestra relación con la energía, con los territorios y entre nosotras. Nuestra tierra tiene todas las condiciones para liderar ese camino. No necesitamos replicar los errores del continente ni entregar nuestros recursos a fondos de inversión ajenos a nuestra realidad.
Por eso, más allá de los discursos, necesitamos actuar, organizarnos, crear cooperativas, exigir cambios institucionales y apoyar modelos que devuelvan el control a quienes habitamos el territorio. Porque, como ya nos enseñó el apagón, cuando se va la luz, lo que queda —si queremos— es la comunidad, y esa comunidad puede —y debe— ser el motor de nuestra soberanía.
Sara Hernández, portavoz de Drago Canarias en La Palma